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El Discernimiento. Cómo Leer Los Signos de La Vida Diaria - Henry J. M. Nouwen

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HENRI J.M. NOUWEN

Michael J. Christensen / Rebecca J. Laird

El discernimiento

Cómo leer los signos de la vida diaria

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Título del original: DISCERNMENT: Reading the Signs of Daily Life © 2013 by the estate of Henri J.M. Nouwen with Michael J. Christensen and Rebecca J. Laird

Publicado en español mediante un acuerdo con HarperOne, an imprint of Harper Collins Publishers

www.harpercollins.com Traducción: Blanca Arias Badia © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola

Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201

salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es Imprimatur:

Mons. Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander

24-02-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico

sin permiso expreso del editor. Edición Digital ISBN: 978-84-293-2167-8

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Agradecimientos

Este tercer volumen completa la trilogía espiritual que presenta el distintivo enfoque de Henri Nouwen sobre la contemplación, la comunidad, y la compasión en el mundo a través de la dirección espiritual, la formación espiritual, y el discernimiento. Los tres volúmenes se prepararon a partir de materiales originales hallado en los Archivos de Henri J. M. Nouwen en la Biblioteca Kelly del Saint Michael’s College, en la Universidad de Toronto, con la ayuda y la cooperación del Henri J. M. Nouwen Estate y del Nouwen Legacy Trust.

En especial, queremos dar las gracias a Kathy Smith y a Maureen Wright por la labor realizada con el Nouwen Legacy Trust, y a Jessica Bar, archivista auxiliar de los Archivos Nouwen, por el tiempo y el apoyo que nos ha brindado generosamente a la hora de facilitarnos el acceso a materiales de la biblioteca. También estamos agradecidos al equipo de publicaciones de HarperOne, en especial a nuestro incansable editor, Roger Freet, sin cuya persistencia no se habría completado este último volumen. Igualmente, queremos recordar a nuestra excelente editora de producción, Alison Petersen, a la publicista Julie Baker y a Janelle Agius, del departamento de marketing.

Sue Mosteller, albacea literaria que ya había participado activamente en los dos volúmenes anteriores, trabajó con especial empeño en este último, que todos consideramos el más difícil de compilar y de proyectar a partir de los diarios de Nouwen y de los recursos disponibles. Le agradecemos profundamente a Sue sus múltiples revisiones, sus críticas constructivas, su comprensión y su generoso apoyo.

John Mogabgab, profesor ayudante de Henri en Yale y actualmente editor de la revista Weavings, nos pasó el testigo que supuso el comienzo del desarrollo de este trabajo. John, el editor de Henri en «The Genesee Diary», reveló que solo alrededor de un tercio de lo que Henri escribió en su diario se había publicado finalmente, y sugirió que los tres volúmenes originales de «The Genesee Diary» serían un buen punto de partida para estudiar su proceso de discernimiento espiritual y sus reflexiones inéditas. Quedó demostrado que su afirmación era cierta, lo que supuso la publicación de muchas de tales reflexiones acerca del discernimiento en otros diarios de Nouwen. Gracias, John, por abrirnos el camino y por tus ánimos a lo largo de este proceso de tres años.

Le agradecemos a Robert A. Jonas haber aceptado escribir el preámbulo (y un apéndice) de este volumen. Este antiguo estudiante de Harvard y buen amigo de Henri Nouwen, al que ahora también nosotros consideramos un buen colega y amigo, nos ayudó a procesar la estructura y el enfoque de esta obra. Ofrece su propia percepción del discernimiento mediante la maravillosa metáfora de navegar los mares hacia el verdadero norte, marcado por el viento, el mar y las velas, así como por la compañía con la que viaja a bordo de la embarcación. Esperamos que la reflexión que preparó para esta obra llegue a formar parte esencial de sus propios escritos sobre la práctica espiritual.

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Por último, queremos dar las gracias a nuestra hija pequeña, Megan, por haber mecanografiado muchos pasajes y haber urdido el texto que finalmente ha dado .lugar a este libro. Ahora estudia ya en la universidad; pero cuando Megan tenía tres años y medio, estando un día en casa sentada en el regazo de Henri, dos meses antes de que este muriera en 1996, le hizo una pregunta importante: «¿Cómo es Dios de grande?» Henri respondió con la perspicacia de un místico: «Dios es tan grande como tu corazón; y tu corazón es tan grande y ancho como el universo». Una respuesta preciosa que a menudo repetimos en casa.

De modo que a la memoria de Henri Nouwen y a la imagen de este sosteniendo a una pequeña en su regazo y guiándonos hacia el inconmensurable amor de Dios, dedicamos este trabajo de amor titulado, simplemente, Discernimiento.

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Preámbulo

De qué trata este libro

La premisa de este libro es que Dios nos habla constantemente –como individuos y como pueblo de Dios– en momentos distintos y de formas diversas: a través de sueños y visiones, de profetas y mensajeros, de las Escrituras y la tradición, de la experiencia y la razón, de la naturaleza y los acontecimientos. Y ese discernimiento es la práctica espiritual que busca entender qué es lo que Dios trata de decirnos.

Cuando estamos arraigados en la oración y la soledad y formamos parte de una comunidad de fe, en el día a día percibimos ciertas señales a medida que nos esforzamos por hallar respuesta a cuestiones espirituales. Los libros que leemos, la naturaleza de la que gozamos, las personas con quienes nos relacionamos y los acontecimientos que vivimos contienen en sí mismos señales de la presencia y guía de Dios en el día a día. Cuando algún poema o versículo de las Escrituras nos habla de un modo especial, cuando la naturaleza canta y la creación revela su gloria, cuando personas concretas parecen haber sido escogidas para cruzarse en nuestro camino, cuando un acontecimiento crítico o actual se percibe como especialmente significativo, es el momento de prestar atención a los designios divinos hacia los que apuntan. El discernimiento es una forma de leer las señales y reconocer los mensajes divinos. Henri Nouwen es un guía digno de confianza en esta antigua práctica espiritual.

Discernimiento: Leer los signos de la vida diaria, el tercer y último volumen de la trilogía espiritual póstuma de Nouwen, está construido sobre los volúmenes anteriores, en cuanto que traslada al lector desde las preguntas hacia los movimientos y hasta las señales. El primer volumen, Dirección espiritual (Sal Terrae, 2007), trata acerca de cómo vivir las preguntas de la vida espiritual (¿Quién soy yo? ¿Qué estoy llamado a hacer? ¿Quién es Dios para mí?). El segundo volumen, Formación espiritual (Sal Terrae, 2011), gira en torno al modo de seguir los impulsos del espíritu (movimientos que van del resentimiento a la gratitud, del miedo al amor, de la negación a la aceptación de la muerte). Este tercer volumen, Discernimiento, enseña a leer los signos de la vida diaria (fundamentalmente observados en los libros, la naturaleza, las personas y los acontecimientos).

Discernimiento sigue tanto los diarios como otros escritos de Nouwen, centrándose en lo que el autor dice acerca del discernimiento y de la vocación en nuestro tiempo. Complementado con puntos de vista bíblicos y siguiendo alguna pautas sugeridas por el año litúrgico, el libro está dividido en tres partes: 1) la naturaleza del discernimiento, incluidos el don espiritual y la práctica escriturística de distinguir entre los espíritus de la verdad y la mentira; 2) el proceso de búsqueda de la guía divina en los libros, en la naturaleza, en las personas y en los acontecimientos; y 3) modos de discernir la vocación, la presencia, la identidad y el tiempo propicio para el designio divino.

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Para Henri Nouwen, el discernimiento espiritual consiste en percibir un sonido más profundo por debajo del bullicio de la vida ordinaria y en descubrir a través de las apariencias la interconexión de todas las cosas, con el fin de obtener una perspectiva de cómo las cosas dependen unas de otras (theoria physike) en nuestras vidas y en el mundo. En sentido bíblico, el discernimiento consiste en entender espiritualmente y saber a partir de la experiencia, mediante una práctica espiritual disciplinada, que Dios está activo en nuestras vidas, lo que conlleva una vida «digna de nuestra vocación» (Col 1,9). Es un don y una práctica espiritual que «determina y afirma la manera única de manifestar el amor y la dirección de Dios en nuestras vidas, de forma que podamos conocer la voluntad de Dios y cumplir nuestra vocación y misión, gracias a las misteriosas interconexiones del amor de Dios»1.

Sin embargo, como bien saben todos los que tratan de vivir las preguntas y seguir los movimientos del Espíritu, el discernimiento no es un programa que deba seguirse paso a paso, ni es tampoco un modelo sistemático. Se trata más bien de una disciplina regular de escucha de una débil voz, casi inaudible, que subyace al fragor cotidiano, una práctica de oración que consiste en leer las señales sutiles del día a día. Discernir no es tomar decisiones tajantes en momentos críticos de la vida (¿Debería aceptar este trabajo? ¿Con quién debería casarme? ¿Dónde debería establecerme?), sino comprometerse de por vida a «recordar a Dios» (memoria Dei), a saber quién eres y a prestar atención a lo que el Espíritu trata hoy de transmitirte.

Dado que Nouwen sitúa el discernimiento en un contexto tanto personal como comunitario, hemos organizado su enfoque en tres partes, según unos temas comunes del camino de fe. Más que ofrecer una presentación sistemática del proceso, los temas presentados están condensados y adaptados a partir del corpus completo de Nouwen, de escritos publicados e inéditos, seleccionados sobre todo a partir de sus diarios y de reflexiones anteriormente inéditas, pero complementados con fragmentos de obras ya publicadas.

En la primera parte, Nouwen define el don y la práctica del discernimiento como enraizados en las disciplinas centrales de la vida cristiana: la oración, la comunidad, la adoración, y el ministerio. Comparte su experiencia de primera mano de lo que él llama «luchar contra el demonio» como parte de la antigua práctica bíblica del «discernimiento de espíritus». Invita a sus lectores a aceptar la lucha, a confiar en el poder de Dios –y nos enseña cómo hacerlo–, a resistir al espíritu de la oscuridad y a vivir bajo la luz de Dios, que nos recuerda que somos personas amadas.

La segunda parte describe lo que Nouwen aprendió de su mentor, Thomas Merton, y de su propia experiencia en la lectura de las señales de la presencia de Dios, encontrando una guía diaria en la Biblia y en otros libros, en la belleza de la naturaleza, en las personas con quienes nos cruzamos y en los acontecimientos actuales y críticos de nuestra vida.

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La tercera parte aborda lo que podríamos llamar «espiritualidad del discernimiento» de Nouwen. Los lectores familiarizados con sus temas principales en otras obras reconocerán al clásico Nouwen en estas páginas y obtendrán nuevas percepciones sobre nuestra identidad esencial en tanto que hijos amados de Dios; que experimentan la presencia divina en el corazón humano (memoria Dei) a través del discernimiento; y que saben cuándo actuar, cuándo esperar y cuándo dejarse guiar, de acuerdo con el tiempo de Dios (kairós), que es la finalidad del discernimiento

Cómo se escribió este volumen

Los dos primeros volúmenes de esta trilogía se desarrollaron esencialmente a partir de apuntes de lecciones magistrales y reflexiones para los cursos que impartió en la Yale Divinity School y en la Harvard Divinity School en los años ochenta. En cambio, el presente volumen se construye sobre todo a partir de secciones inéditas de sus diarios de discernimiento escritos a lo largo de más de veinticinco años: «On Retreat: Genesee Diary» (1974), publicado como The Genesee Diary; «South American Diary» (1981-1982), publicado como Gracias!; «The L’Arche Journal» (1985-1986), publicado como The Road to Daybreak; «Ukrainian Diary» (1996), inédito; y «Sabbatical Journal» (1996), publicado como Sabbatical Journey. Pretendíamos compilar en un volumen la mayoría de las aportaciones de Nouwen sobre el discernimiento, entrelazando los fragmentos con lecciones que aprendió de autores cristianos clásicos como Teresa de Jesús y Jean-Pierre de Caussade, mentores contemporáneos como Thomas Merton y Jean Vanier, y sus místicos y santos preferidos. Una redacción de este tipo requería el apoyo y la cooperación de la Nouwen Literary Trust, sin la cual el libro no sería más que una compilación del material citado.

Cómo puede leerse este libro

La mayoría de los libros de Nouwen son lo bastante breves como para leerlos en uno o dos días, o bien lentamente a lo largo de unas pocas semanas de práctica piadosa. Recomendamos leer esta obra en tres fases, a lo largo de un periodo de varias semanas, tal vez durante la época de Adviento o de Cuaresma.

Una buena forma de empezar consiste, simplemente, en decidir qué parte se lee primero. Aunque no es necesario leer las tres grandes partes por orden, se recomienda leer los capítulos de cada una de las partes de forma secuencial.

Si perteneces a un grupo de lectura o de práctica espiritual, intenta leer un capítulo cada semana durante diez semanas. O bien vincula la lectura a una época del año eclesiástico. Al final de cada capítulo se incluyen ejercicios para un discernimiento más

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profundo que pueden ser útiles para quien lleve un diario propio o quiera compartir ideas en grupos reducidos.

El material de los apéndices seguramente resultará de ayuda a quienes lean este libro como parte de un curso académico, o bien para obtener algún título en dirección o formación espiritual, y quieran comprender el singular enfoque que Nouwen otorga al discernimiento. El prólogo de Robert Jonas, «La forma de discernimiento de Henri», así como su apéndice, «Amistad espiritual y discernimiento mutuo», ofrecen un buen material para ahondar en el tema. El apéndice de Michael, «Henri Nouwen o la escucha de un latido más profundo», extiende su uso de la metáfora del discernimiento de Henry David Thoreau como alguien que «escucha el ritmo de un tambor diferente» y «baila al ritmo de la música que escucha, sin importar su compás ni la distancia desde donde surja ese sonido» (Walden, capítulo 8).

Por último, queremos señalar que, al igual que los volúmenes anteriores, la mejor manera de leer este libro es con devoción y acompañando la lectura de una práctica espiritual regular. Nouwen proporciona minuciosas indicaciones sobre cómo llevar a cabo la lectio divina (lectura espiritual) y la visio divina (mirada espiritual) en la oración contemplativa y la meditación. Si tienes acceso a una grabación de Nouwen, tal vez quieras probar la audio divina (escucha espiritual) y combinarla con tu lectura. Por ejemplo, el capítulo 10, «Conoce el momento: cuándo actuar, cuándo esperar, cuándo dejarse guiar», mejoraría bastante si se escucha la cinta de Nouwen A Spirituality of Waiting (Crossroads, 1995).

Viviendo las preguntas, siguiendo los movimientos del Espíritu, y leyendo las señales de la vida diaria, somos capaces de vivir en mejores condiciones una vida espiritual en un mundo con demasiadas respuestas sencillas, movimientos contradictorios, y señales confusas.

M

ICHAEL

J. C

HRISTENSEN y

R

EBECCA

J. L

AIRD Festividad de la Epifanía 2013

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Prólogo

La forma de discernir de Henri

por Robert A. Jonas

Henri fue un sacerdote católico fuera de lo común. Se sentía a gusto con los ministros protestantes, con los campesinos sudamericanos, con los intelectuales de las grandes ciudades, con los senadores estadounidenses, con los patrones acaudalados y con los disminuidos físicos y psíquicos. Millones de lectores de todo el mundo tienen en gran estima sus obras, incluidas algunas celebridades, como Fred Rogers y Bill Moyers, o líderes políticos, como Hillary Rodham Clinton, quien declaró públicamente que la obra de Henri El regreso del hijo pródigo la marcó en un momento crítico1

. La parroquia de Henri estaba en todas partes, y su congregación era todo el mundo. Fue un sacerdote para todo tipo de personas y para todas las etapas de la condición humana.

A lo largo de sus casi cuarenta años de vida como sacerdote, Henri presidió la eucaristía casi cada día y bendijo cientos de nacimientos, bodas y funerales en toda América del Norte, América del Sur y Europa. Fue un consejero, mentor y guía muy solicitado y, como tal, participó en encuentros pastorales con incontables personas. No sabía escribir a máquina ni enviar correos electrónicos, pero prácticamente cada día escribía cartas personales a mano, con una cuidada caligrafía. Los seguidores de Henri saboreaban su manera reverente de contar la historia de Jesús. Lo hacía con destreza y de tal forma que quedaba de manifiesto su convicción de que «la historia de Jesús es nuestra historia» y de que, al igual que Jesús, también nosotros somos seres amados por Dios.

La vida de Henri no siguió una trayectoria típica ni se limitó a un camino predecible. Su trayectoria únicamente se entiende mirando atrás en el tiempo. Si se piensa en este camino mirando hacia delante, Henri rompía moldes con cada opción que tomaba. Para Henri, el discernimiento era una práctica diaria. De hecho, era una práctica de cada momento, porque no encontraba modelos ni pautas que le guiaran en lo que él se sentía llamado a hacer. Se adentró en lo desconocido como un equilibrista que camina sobre la cuerda floja, o como alguien que, para cruzar un arroyo, saltara de roca en roca rodeado por una niebla impenetrable. De algún modo, Jesús, su roca, salía siempre a su encuentro para mantenerlo a flote.

Henri aprendió de líderes espirituales como Dom John Eudes Bamberger, abad de la abadía de Genesee, y Jean Vanier, fundador de El Arca, y tuvo muchas amistades, aunque al final no confiaba más que en Jesús para que le mostrara el camino hacia Dios. Para Henri, Jesús era el arquetipo de la persona capaz de discernir, sensible y receptiva a la presencia de Dios en cada acción que emprendía.

Henri era un genio en el arte de la espeleología espiritual cuando exploraba la sima del corazón. Con la linterna del Espíritu Santo supo utilizar todas las herramientas

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disponibles para abrir nuevos caminos: el conocimiento teológico, las reflexiones psicológicas, las Escrituras, los escritos de místicos y santos cristianos, las enseñanzas de otras tradiciones religiosas, la literatura, el arte, la oración, la investigación académica y los viajes por todo el mundo. Henri creyó que había descubierto las aguas vivas del despertar espiritual en Jesucristo, y dedicó toda su vida al proceso de invitar a otros a beber de aquella fuente de agua viva. Para Henri, Jesús era la luz que resplandecía en la oscuridad –la puerta, el sanador, el salvador, la inspiración y guía para cualquiera que pretenda vivir del espacio infinito del corazón del que vivió Jesús.

Henri señalaba que el discernimiento cristiano no es lo mismo que tomar decisiones. Decidirse por algo puede ser sencillo: tenemos en cuenta nuestros objetivos y opciones; tal vez elaboremos una lista de pros y contras de cada opción posible; y entonces escogemos actuar del modo que mejor sirva a nuestro propósito. El discernimiento, en cambio, consiste en escuchar y responder a esa parte de nosotros mismos donde nuestros deseos más profundos se alinean con el deseo de Dios. En tanto que personas discernientes, revisamos concienzudamente nuestros impulsos, propósitos y opciones para averiguar cuáles nos acercan más al amor divino y a la compasión por nosotros mismos y por los demás, y cuáles nos alejan más de estos.

En los sermones y retiros de Henri, así como en sus treinta y cinco libros, estuvo siempre su visión de Jesucristo, profundamente fundamentada en las Escrituras y en la teología católica. Para entender lo que Henri quería decir con discernimiento, es importante recalcar que, para él, el nombre de Jesús significaba la presencia eterna de aquel que es la encarnación continua de Dios en forma humana. A Henri le interesaba la dimensión atemporal de Jesucristo, la vida que Jesús crucificado y resucitado comparte hoy con nosotros. Según él, la vida histórica de Jesús abría una nueva frontera en la experiencia humana, de tal modo que la encarnación de Cristo –que no tiene principio ni fin– podría convertirse en un acontecimiento en curso para todos los seres humanos y, en realidad, para toda la creación. Al final, somos capaces de discernir el rostro de Cristo en todo lugar y en todo momento. A menudo, la percepción de Henri me recordaba al fraile dominico medieval Meister Eckhart, quien advirtió: «Esperad a Dios en todas las cosas por igual».

Henri entendía el nombre de Jesús como la realidad del Cristo resucitado que une a la humanidad y a la divinidad. Jesús es la vida de lo divino que aspira a estar presente en cada momento de nuestra existencia ordinaria. Henri confiaba en que una relación con ese Jesús atemporal transformara gradualmente nuestras vidas y supusiera una reconciliación completa entre nuestra voluntad y la voluntad de Dios. Tal vez esta convergencia se diera por completo únicamente tras nuestra muerte, pero en cualquier caso llegaría a completarse. Para Henri, el lenguaje litúrgico cristiano del tiempo que se usa para Cristo –el que fue, es, y será– describe la complejidad de la presencia de Jesús. Para quienes tienen fe, Jesús fue, es, y será el arquetipo divino que motiva nuestras vidas.

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Según la concepción de Henri, el discernimiento debería hallar su origen en la vida establecida y ordinaria de una persona. No quería que la gente pensara que nuestro objetivo es huir lo que a diario nos produce conflicto y estrés. Al contrario, deberíamos invitar al Espíritu Santo a participar de nuestra experiencia directa, de nuestros pensamientos, recuerdos, preocupaciones y planes. En lugar de buscar una vida libre de dolor y sufrimiento, deberíamos confiar en que Jesús está presente en ese dolor y en ese sufrimiento. Hemos de aceptar con honestidad nuestro sufrimiento –nuestra soledad, arrepentimiento, tristeza, desesperanza y rabia– y abrir luego nuestros corazones a quien nos ama en cada detalle de nuestras vidas. De este modo, como Henri solía decir, nuestro pesar puede convertirse en dicha; nuestra hostilidad, en hospitalidad; y nuestra soledad, en una vida a solas llena de posibilidades. Si lamentamos la pérdida de una persona a quien apreciamos, no deberíamos limitarnos a aguantar o forzarnos a dirigir nuestra atención a cosas más agradables, sino permitir que Jesús soporte esa pérdida con nosotros. Al fin y al cabo, como diría Henri, Jesús también habrá perdido a esa persona a la que tú apreciabas.

Para Henri, el viaje del discernimiento comienza tan pronto como una persona se embarca en la búsqueda de Dios, del misterio que es la fuente de todo cuanto existe. ¿Qué tradición me ayudará a encontrar el camino hacia mi verdadero yo, hacia mi verdadera vocación y mi verdadera comunidad? ¿En qué punto se conecta mi pleno desarrollo como ser humano con las necesidades del mundo? Henri nunca dijo que el cristianismo fuera el único ni el mejor camino. Era su camino; su propio y verdadero norte. Estaba profundamente convencido de que mediante la fe en Jesús y con la ayuda de un guía y de una comunidad de fe, todos y cada uno de nosotros podemos alcanzar una vida que manifieste las cualidades que vemos en la vida del Jesús histórico. Para Henri, tales cualidades incluían los llamados frutos del Espíritu (Gal 5,22-23): amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia y dominio de sí. El propio Henri ansiaba encarnar estas cualidades, y su ministerio se centraba con fervor en la cuestión de «cómo puedo difundir la palabra sobre el camino transformador de Jesús y cómo puedo crear contextos en los que la gente sea capaz de oír el mensaje de amor del evangelio de forma renovada»

Las comunidades de El Arca están arraigadas en la tradición católica, y durante los diez años que pasó como pastor de la comunidad Daybreak de El Arca, en Toronto, Henri celebró misas diarias y frecuentes bautizos, bodas y funerales. Le gustaba introducir a potenciales conversos en la Iglesia católica, pero también colaboraba con el resto del personal para honrar las tradiciones de fe no católicas de algunos miembros de la comunidad. Ser católico fiel era su camino, pero estaba en paz con la certeza de que ese nunca sería el camino de todo el mundo.

Henri prestó apoyo a centenares de personas en todo el mundo, actuando como amigo, sacerdote y consejero espiritual. Se le partía el corazón cuando veía a alguien sufrir por no ser consciente del don del amor de Cristo. Ansiaba ayudar a todos –incluso a sí mismo– a recordar quiénes eran en realidad: seres amados y escogidos por Dios.

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Henri solía decir: «Que yo haya sido elegido no significa que otros no lo hayan sido. Cuando comprendo de veras este don de ser alguien amado por Dios, miro a mi alrededor y veo que todos los demás son también personas amadas».

En una de sus obras más conocidas, El regreso del hijo pródigo, Henri reflexiona acerca del hijo pródigo que, a pesar de haber desperdiciado su vida, es recibido en casa con la acogida incondicional de un padre cuyas manos amorosas representan la naturaleza dual, paternal y maternal, de Dios. Si experimentamos esa acogida última como la nuestra propia y si somos capaces de captar esta verdad en nuestros corazones, el discernimiento llega cada vez más fácilmente. Llega más fácilmente porque, al recibir el amor que se nos profesa, recibimos al Espíritu Santo en nuestros corazones como centro de todo cuanto sabemos, sentimos y decidimos. El Espíritu Santo nos guía sin desplazar nunca nuestro propio centro fortalecido de decisión y discernimiento.

Henri comprendía que es imposible madurar espiritualmente de la noche a la mañana. Consideraba que somos herederos de una cierta tendencia a olvidar nuestra verdadera identidad de criaturas de un Dios piadoso y comprensivo. Nuestra verdadera identidad es que estamos creados a imagen y semejanza de nuestro Creador, y que cada uno de nosotros es un ser elegido y amado por Dios, igual que Jesús fue elegido y amado. Sin embargo, se nos olvida: pecamos, nos volvemos caprichosos y, sobre todo cuando sentimos miedo, somos egocéntricos. Nos resistimos a darnos cuenta de quiénes somos realmente ante Dios.

Henri creía que solo somos capaces de discernir las profundidades de nuestra vida y nuestra vocación si renunciamos a nuestra visión egocéntrica de la realidad. Como todos sabemos, eso es algo difícil de conseguir. El dejar de aferrarnos a lo que tenemos y a las cosas que hacemos resulta inquietante y hasta da miedo. Da miedo adentrarse en la dimensión oculta y desconocida de nuestras vidas, en la que nos encontramos con Dios. Obviamente, podemos optar por seguir un camino espiritual que se centre en una conformidad perfecta con las normas externas de una iglesia o confesión determinadas, pero la lealtad al dogma y a la doctrina, a las reglas religiosas y al comportamiento externo, solo nos llevará hasta ese punto. Únicamente cuando renunciemos interiormente a nuestras identidades más pequeñas, formadas culturalmente, podremos abrirnos al Espíritu que nos espera y que ansía inculcar en nuestro conocimiento y discernimiento el amor divino. Una vez atravesada la estrecha puerta de esa abdicación del ego, encontramos nuestra verdad, nuestro verdadero yo y nuestra vocación.

En este esfuerzo por aceptar nuestro yo más grande en Dios, Henri siguió fielmente la afirmación de Jesús de que «quien se aferre a la vida la perderá, y quien la pierda por mí la conservará» (Mt 10,39). La renuncia suena a pérdida, pero, en este caso, ese abandono lleva paradójicamente a la libertad y al descubrimiento de nuestro verdadero yo. Esto ocurre porque el centro profundo de nosotros mismos es el Espíritu Santo. Henri solía decir que Jesús tuvo vívidas experiencias del Espíritu Santo, que el Espíritu estuvo con Jesús en su bautizo y condujo a Jesús a una profunda soledad con Dios y a

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una confrontación victoriosa con el mal (cf. Mc 1,12 y Lc 4,1). Cuando nos adentramos en la historia de Jesús, vemos que el Espíritu Santo actúa de su lado; y cuando nos adentramos en las profundidades de nuestra propia historia, descubrimos que el Espíritu Santo también nos acompaña en nuestras vidas. Recuerda, dice Jesús, que «el Espíritu de vuestro Padre [está] hablando por vosotros» (Mt 10,20).

Henri creía que el Espíritu Santo es una presencia interior que constituye el centro profundo de nuestra nueva vida en Cristo, un centro a partir del cual germina el discernimiento. Con el tiempo, el discernimiento se hace más fácil a medida que llegamos a confiar en el saber del Espíritu que hay dentro de nosotros; pero siempre necesitamos disciplina para mantenernos centrados. Como navegantes en alta mar, sentimos la necesidad de recordar nuestro objetivo e intención, de poner nuestra confianza en Dios y de meditar sobre las cualidades del Espíritu que queremos encarnar. Y necesitamos seguir buscando en nuestra vida interior y exterior para asegurarnos de que no pasamos nada por alto, seguir buscando señales de la presencia del Espíritu, percibir sus invitaciones y escuchar lo que Henri llamó «la voz del amado».

El discernimiento es una disciplina y una práctica que nos invita a cultivar la confianza, el amor, la fe, la esperanza, y el coraje. No podemos ver con claridad diáfana lo que nos aguarda. Y no podemos ver al Espíritu Santo que llevamos dentro. De hecho, no tenemos ninguna prueba tangible de que el Espíritu Santo habite en nosotros. Aceptar y atreverse a poner nuestra confianza en esta posibilidad es una cuestión de fe. No podemos controlar al Espíritu: «El viento sopla donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Nacer del Espíritu es entrar en una libertad que nunca antes habíamos imaginado. Es confiar en que el Espíritu nos conoce mejor que nosotros mismos y que, por tanto, podemos renunciar a nuestras identidades menos significativas para ser personas que van más allá de nuestro entendimiento. Ahora aceptamos que el misterio de Dios, que una vez pareció ajeno y lejano, habita dentro de nosotros.

Cuando nos aceptamos como seres amados, dejamos de juzgarnos y de juzgar a los demás, de modo que otras personas comienzan a sentirse a salvo a nuestro lado. Cuando abrimos la hospitalidad de nuestros corazones al Espíritu, el Espíritu nos libera para extender la hospitalidad al resto de la humanidad y a toda la creación. La hospitalidad del Espíritu se vuelve nuestra, y experimentamos la convergencia de nuestra voluntad con la de la voluntad divina –una definición tradicional de discernimiento exitoso–. Lo que queremos es lo que Dios quiere. Paradójicamente, nos sentimos más nosotros mismos de lo que nunca nos hemos sentido.

¿Adónde nos lleva el camino del discernimiento de Henri Nouwen? Poco a poco, nos damos cuenta de que nuestras vidas se vuelven menos caóticas y menos melodramáticas. Notamos que sentimos menos ansias y miedos. A pesar de que a veces tal vez nos asalten el miedo o la ansiedad, vemos que, aun así, somos capaces de seguir adelante y adentrarnos en lo desconocido para crear algo nuevo, para ofrecer ayuda o

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para pedirla. Nos percatamos de que nos sentimos más cómodos en soledad y con la aceptación del misterio y de la incertidumbre, de la paradoja y de la ambigüedad. Vemos que tenemos más paciencia al escuchar a quienes luchan por seguir adelante. Descubrimos que la profunda paz interior que a veces experimentamos en soledad está también presente cuando nos encontramos en compañía de otros. Vemos que mantenemos menos diálogos interiores en los que culpamos o sometemos a juicio a nosotros mismos o a otras personas. Todos estos son signos de la presencia del Espíritu.

El Espíritu que habita en nosotros está libre de confusiones y enredos manipulados por el ego. El Espíritu Santo es eterno e invariable, pero, aun así, se vacía a sí mismo con devoción y entra en nuestras vidas, cobrando la forma y el dinamismo de nuestra vida concreta e iluminando cada aspecto de nuestra experiencia: nuestra conciencia, así como la cualidad y la profundidad de nuestro sentimiento, pensamiento, imaginación y escucha. El Espíritu que habita en nosotros nos lleva a una profunda interconexión con los demás en el amor. Así, nuestros cuerpos y nuestras vidas participan del cuerpo de Cristo, y el Espíritu es la presencia dinámica, elástica, que continuamente nos hace uno.

Henri Nouwen creía que podemos confiar en nuestra experiencia interior a medida que crecemos hasta la estatura que nos es propia en Cristo. Como los navegantes en el mar de la vida, si mantenemos la vista fija en el lejano horizonte desde donde Jesús nos hace señas, podemos confiar en que él nos guiará al verdadero norte. Si mantenemos las manos en el timón del velero y permitimos al Espíritu henchir nuestras velas y guiarnos, encontraremos bendiciones incluso en nuestro dolor, en nuestra rabia y en nuestra soledad. Nuestra identidad más profunda es ese lugar donde el Espíritu Santo vive, conoce, ama y guía dentro de nuestra propia conciencia. Es el horizonte tácito de todo cuando sabemos y discernimos. Henri cierra uno de sus sermones (pronunciado en la Catedral de Cristal de Garden Grove, California) con una declaración que sienta las bases de cualquier cuestión relativa al discernimiento:

«Dios nos ha creado a ti y a mí con un corazón que solo el amor de Dios puede satisfacer. Y cualquier otro amor será parcial, será real pero limitado, será doloroso. Y si queremos que el dolor nos pode, que nos dé un sentido más profundo de hasta qué punto somos amados, entonces podremos ser tan libres como Jesús y andar por el mundo proclamando el primer amor de Dios, allá donde vayamos»2.

1. Kenneth L. WOODWARD, «Soulful Matters»: Newsweek, 31 de octubre de 1994; y el artículo de Oprah.com de

2000, que puede consultarse en www.oprah.com/omagazine/Hillary-Clinton-On-The-Return-Of-The-Prodigal-Son ixzz207mkposo.

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Introducción

Luz en medio de la oscuridad

por Henri Nouwen

En estos últimos años he experimentado un creciente deseo de escribiros a todos los que os habéis convertido en parte integrante de esa red mundial en la que me visto atrapado: buenos amigos, antiguos y nuevos estudiantes, feligreses, amigos por correspondencia, familia, y miembros de la comunidad. Hoy, más que nunca, pienso en todos vosotros como en una comunidad. Soy parte de vosotros, y vosotros lo sois de mí, todos lo somos del resto, nos conozcamos o no personalmente, nos hayamos visto o no, nos hayamos o no abrazado. Estamos unidos por la bondad de Dios por razones que escapan a nuestras elecciones y por los designios de Dios.

Me encuentro en Saint Martin d’Aout, una pequeña localidad al sur de Lyon, donde dedico mi tiempo al descanso y a la oración. Este diminuto pueblo en las pequeñas colinas de la Drôme es un puro paraíso. Brinda unas vistas sobrecogedoras de ondulantes tierras de labranza, con su variación infinita de amarillos, verdes y azules que constantemente cambian de tono a medida que el Sol avanza hacia la cordillera de montañas de la parte del Ródano. Mientras miro los amplios y ondeantes campos de girasoles, me hago una idea de lo que sintió Vincent van Gogh al posar sus ojos en los campos de trigo de Arles.

Sentado en esta tranquila iglesia francesa ante el altar, rodeado de santos silenciosos de eras pasadas, tomo conciencia de que ha llegado el momento de reuniros a todos en mi corazón como no había sido capaz de hacerlo hasta ahora. Emerge en mí una nueva visión sobre la que deseo hablaros: una visión de quiénes sois vosotros, quién soy yo y quiénes somos en conjunto. Así que os llamo a mi lado en esta iglesia vacía: desde Holanda, Bélgica, y Francia; desde Bolivia, Perú, Nicaragua, y México; desde Estados Unidos y Canadá; y desde muchos otros tiempos y lugares. Sois estudiantes, profesores, sacerdotes y ministros, abogados, médicos, banqueros, e ingenieros. Sois ricos y pobres, parados y activos, y jubilados. Sois personas felices y desdichadas.

No me considero vuestro maestro. Me considero un amigo que ha recorrido un largo camino y ha aprendido algo tan importante que no quiere guardárselo para sí. He llegado a un punto en mi vida en que estas obvias y preciosas diferencias entre nosotros parecen pequeñas en el contexto de la unidad que nos mantiene unidos. Nuestra unidad es incluso más profunda y más fuerte que nuestras divergencias.

A la mayoría de vosotros, queridos amigos, os he conocido con motivo de vuestras preguntas, vuestro dolor, vuestras preocupaciones y vuestro intenso anhelo de una comprensión profunda del sentido de vuestras vidas. Me habéis hecho partícipe de vuestra soledad, de vuestros sentimientos de desapego y aislamiento, de vuestro sentido de desarraigo, de vuestra inquietud emocional, de vuestra frustración sexual, de vuestra

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confusión mental, de la rabia que os suscitaban vuestros padres, vuestros profesores, vuestra iglesia, vuestra sociedad... Habéis compartido conmigo los muchos modos en que habéis tratado de conseguir la paz en vuestras mentes y corazones. Os reunisteis con consejeros, psicoterapeutas y guías espirituales. Participasteis en todo tipo de terapias, talleres, y retiros. A menudo llevasteis a cabo cambios radicales en vuestras formas de vida, estudios, y profesiones.

Algunos de vosotros rechazasteis vuestro pasado, y otros aceptasteis antiguas tradiciones ya olvidadas. Algunos viajasteis al Lejano Oriente y allí encontrasteis a hombres y mujeres sabios a quienes os confiasteis. Algunos habéis llegado a la conclusión de que toda religión es una ilusión. Algunos os habéis deshecho de restricciones afianzadas desde hacía tiempo sobre la propia expresión y habéis optado por dar rienda suelta a las necesidades más profundas de vuestro cuerpo y vuestra mente. Algunos habéis vuelto la espalda a los conocidos placeres del mundo y habéis impuesto severos límites a la expresión de vuestras necesidades físicas y emocionales. Algunos tenéis todavía grandes ambiciones de éxito y fama. Algunos no buscáis ya el elogio humano y os habéis acostumbrado a una existencia más oculta del Espíritu.

Conozco bien todas las direcciones que habéis tomado, todas vuestras elecciones. Son pocos los caminos de los que no sé nada. Si os sentisteis oprimidos, yo también. Si consultasteis a vuestros mentores, yo hice lo mismo. Como vosotros, me he emocionado ante nuevos libros y nuevas teorías, he puesto mi esperanza en un nuevo movimiento psicológico o espiritual, he confiado en un nuevo héroe y he invertido mi energía en una nueva forma de cambiarme a mí mismo o a los demás. Vosotros y yo no somos tan diferentes. Pertenecemos a un tiempo y una sociedad en los que penas hay fronteras o vías prohibidas.

Dentro de las iglesias hay tantas opiniones y percepciones como fuera de las iglesias. No hay virtud que no se considere pecado en algún lugar, ni determinados pecados que no se consideren virtud en alguna otra parte. A una distancia de apenas dos kilómetros, las personas dicen y piensan cosas diametralmente opuestas, llevan vidas diametralmente opuestas, y actúan de formas diametralmente opuestas. Existe una libertad enorme a la hora de escoger tu propia forma de pensar, de hablar o de actuar; y sea cual sea tu opción, habrá quien te elogie y quien te culpe, pero lo más probable será que muy pocos intervengan. Vosotros y yo estamos solos en un mundo que nosotros mismos nos construimos. Una libertad que da miedo. ¿Quién puede vivirla y no perderse?

Parece que, en conjunto, vosotros, mi extensa comunidad, representáis todos los posibles rumbos que un ser humano puede tomar. Entre vosotros hay amigos casados y divorciados, homosexuales que viven con su pareja estable, y algunos que no quieren limitarse a una sola pareja, amigos célibes que están profundamente comprometidos con sus vidas determinadas y devotas, y otros que experimentan su celibato como algo opresivo y molesto. Entre vosotros hay amigos que experimentan una profunda oscuridad interior y apenas saben cómo superar el día a día, y otros tan radiantes de

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felicidad que el futuro les parece lleno de promesas maravillosas. Entre vosotros hay amigos con grandes fortunas, grandes puestos de trabajo y grandes responsabilidades, pero también hay amigos que tienen dificultades para sobrevivir, que se preguntan qué hacer con su tiempo y que tienen muy poco de lo que estar sentirse orgullosos.

Quienquiera que seáis o dondequiera que estéis, cuando os veo ante mí al orar, me siento muy cerca de vosotros. No de una forma sentimental, sino como un hombre que ha vivido vuestras vidas interiormente y conoce el dolor y el júbilo que albergan vuestros corazones. Cuando dejo que mis ojos miren en el fondo de mi corazón y del vuestro, cada vez soy más consciente de lo perdidos que estamos. Los que somos ricos y hemos vivido el éxito no estamos menos perdidos que los que somos pobres y concebimos la vida como un fracaso. Los que gozamos de buena salud y somos fuertes no estamos menos perdidos que los frágiles y débiles. Los que somos sacerdotes y ministros no estamos menos perdidos que los abogados, médicos, o empresarios. Los que estamos activos en la iglesia y en la sociedad no estamos menos perdidos que los que nos hemos resignado a esperar con pasividad el fin de nuestros días. Los que nos emocionamos ante nuevos proyectos o rebosamos energía para producir numerosos cambios no estamos menos perdidos que los que nos hemos vuelto escépticos o cínicos ante la posibilidad de un mundo mejor.

Si prescindimos del amor de Dios en nuestras vidas, somos personas perdidas en el mar, sin anclas. Estamos solos y sin muros de apoyo, sin un suelo sobre el que caminar, sin un techo que nos proteja, sin una mano que nos guíe, sin unos ojos que nos miren con amor, sin un compañero que nos muestre el camino.

Queridos amigos, debemos conocer la oscuridad para poder buscar la luz. Primero tenemos que descubrir la pérdida, si pretendemos encontrarle significado, propósito y sentido a la vida. Lo que quiero compartir con vosotros es una vía de escape de la oscuridad, una vía para hallar la luz.

El camino del discernimiento empieza por la oración. Orar significa rasgar el velo de la existencia y dejarte guiar por la visión que se ha vuelto real para ti, comoquiera que llames a esa visión: «la Realidad Invisible», «el Numen», «el Poder Superior», «el Espíritu», «el Cristo»... Nuestras oraciones no se dirigen a nosotros mismos, sino a Otro, que quiere que miremos hacia Él, que anhela hacerse presente, y que es capaz de guiarnos. Quien ora a Dios perfora la oscuridad y siente la fuente de todo ser.

Este es un libro sobre el discernimiento espiritual. Comienza con el contexto para el discernimiento en soledad y en comunidad, y la práctica de lo que en la Biblia se define como la capacidad de distinguir entre el «espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira». Acogiendo la oscuridad, en soledad y en comunidad, finalmente encontramos la luz. La guía divina puede encontrarse en los libros que leemos, en la naturaleza de la que disfrutamos, en las personas que conocemos y en los acontecimientos que vivimos. Podemos descubrir quiénes somos realmente. Y podemos determinar cuándo actuar, cuánto esperar y cuándo dejarnos guiar. El discernimiento espiritual es una antigua

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práctica cristiana con muchas fuentes de sabiduría de las que beber. Estos son los temas y capítulos que quiero compartir con vosotros en las siguientes páginas. Espero y pido que os toméis un tiempo para escucharlos.

Vuestro amigo en la vida y en la muerte,

Henri1

.

1. Nouwen escribió este texto en 1991, durante unos días en que se retiró a escribir en Saint Martin d’Aout, Francia, como una carta abierta a sus amigos sobre la amistad, las relaciones, Marthe Robin, las adicciones, la muerte y la oscuridad espiritual. Se edita y publica aquí por primera vez.

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Primera Parte:

¿QUÉ ES EL DISCERNIMIENTO?

Capítulo 1

Acoge la práctica en soledad y en comunidad

«Por eso nosotros, desde que nos enteramos, no cesamos de orar por vosotros, pidiendo que os colméis del conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual».

– Colosenses 1,9-10

El discernimiento es una comprensión espiritual y un conocimiento experimental de cómo Dios está activo en la vida diaria, y se adquiere mediante una práctica espiritual disciplinada. El discernimiento implica una vida de fe y la escucha atenta al amor y la voluntad de Dios, para que de ese modo podamos cumplir nuestra vocación individual y la misión compartida.

Las definiciones son un buen punto de partida, pero antes voy a esbozar una serie de afirmaciones y prácticas centrales que resultan indispensables para el discernimiento. De la época que pasé como monje en un monasterio trapense1, tratando de discernir si mi

vocación era la de llevar una vida contemplativa o bien una vida más activa de enseñanza y ministerio, recuerdo haber paseado por un edificio donde nunca antes había estado. Me topé con una reproducción del magnífico cuadro de Hazard Durfee El flautista, acompañado de un texto antiguo, pero muy conocido, de Henry David Thoreau:

«¿Por qué tanta prisa por tener éxito, y por qué nos embarcamos en empresas tan desesperadas? Si un hombre no va al ritmo de sus acompañantes, tal vez sea que oye un tambor diferente. Dejad que baile al ritmo de la música que escucha, sin importar su compás ni la distancia desde donde llegue ese sonido»2.

Mientras estudiaba el rostro sereno y concentrado del músico de Durfee, me di cuenta de que el discernimiento es como escuchar un tambor diferente. Recordé que uno de los libros sobre Thomas Merton se titula A Different Drummer («Un tambor diferente»)3

. Merton se apartó de la vida activa y académica y optó por una vida contemplativa. Me pregunté si yo estaba llamado a dar también ese paso.

Al reflexionar sobre El flautista, me percibí inquieto y anhelante. Me pareció que estaba tropezando demasiado a menudo con mis propias obsesiones e ilusiones. Durante el tiempo que pasé en Genesee, empecé a comprender que, cuando escuchamos al Espíritu, oímos un sonido más profundo, una pulsación distinta. El gran avance de la vida espiritual es pasar de una vida sorda, que no oye nada, a una vida de escucha. De una vida en la que nos sentimos apartados, aislados y solitarios, a una vida en la que oímos la voz sanadora y orientadora de Dios, que está con nosotros y nunca nos

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abandonará. Las muchas actividades en que participamos, las muchas preocupaciones que ocupan nuestro tiempo, los muchos sonidos que nos envuelven... nos lo ponen difícil a la hora de oír el «suave susurro» a través del cual se hacen patentes la presencia y la voluntad de Dios (1 Re 19,12).

Vivir una vida espiritualmente madura exige escuchar la voz divina dentro de nosotros y entre nosotros. La buena nueva de la revelación de Dios no es solo «yo soy», sino también que Dios está presente de forma activa en los distintos momentos de nuestra vida, en todos los espacios y tiempos. Nuestro Dios es un Dios que se preocupa, que sana, guía, dirige, reta, confronta, corrige. Discernir significa, ante todo, escuchar a Dios, atender a su presencia activa y obedecer sus indicaciones, así como sus directrices, mandatos y orientaciones.

Dejé la enseñanza para aminorar la marcha durante cierto tiempo viviendo en comunidad. Me resultaba difícil ver a Dios en el trabajo en una vida en la que corría de clase en clase y viajaba de un lugar a otro. Tenía tantas clases que preparar, conferencias que dar, artículos que terminar, personas con las que encontrarme, que prácticamente me creía imprescindible. A la vez, me aterrorizaba la idea de estar solo y de no tener planes para algún día, a pesar de que ansiaba la soledad y el descanso. Estaba lleno de paradojas.

Cuando estamos espiritualmente sordos, no percibimos si algo importante sucede en nuestra vida. Huimos constantemente del momento presente e intentamos crear experiencias que den sentido a nuestras vidas. De modo que ocupamos nuestro tiempo en evitar un vacío que, de lo contrario, sentiríamos. Cuando escuchamos de verdad, sabemos que Dios nos habla, nos señala el camino, nos muestra la dirección a tomar. Lo único que debemos hacer es mantener los oídos abiertos. El discernimiento es una vida que consiste en escuchar un sonido más profundo y en marchar a un ritmo distinto, una vida en la que nos volvemos «todo oídos».

¿Qué dice la Biblia sobre el discernimiento?

El apóstol Pablo expresa el discernimiento de forma concisa en su Carta a los Colosenses: «Por eso nosotros, desde que nos enteramos, no cesamos de orar por vosotros, pidiendo que os colméis del conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1,9-10). Por «inteligencia espiritual» se refiere Pablo a la sabiduría discerniente, intuitiva y perceptiva, que a menudo se da en soledad y cuyo fruto es una profunda comprensión de la interconexión de todas las cosas entre sí, mediante la cual podemos situarnos en el tiempo y en el espacio para conocer la voluntad divina y llevar a cabo la misión de Dios en el mundo.

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Ejercitando la comprensión espiritual, llegamos a ver con más claridad y a oír más profundamente la interconexión de todas las cosas (lo que los padres del desierto llamaron theoria physike, una percepción de cómo las cosas dependen unas de otras). El discernimiento nos permite «ver a través de» la apariencia de las cosas hasta su significado más profundo y llegar a conocer los entresijos del amor divino y nuestro lugar único en el mundo. El discernimiento nos ayuda a conocer nuestra verdadera identidad en la creación, nuestra vocación en el mundo y nuestro lugar único en la historia como una expresión del amor divino.

Percibir, ver a través de, comprender y ser consciente de la presencia de Dios es lo que se entiende por «discernimiento». Abrir el corazón a lo que real y verdaderamente está «ahí» es un fruto de la contemplación y la vida espiritual. Quienes practican el discernimiento son a menudo más contemplativos que aquellos cuya excesiva actividad no les permite reflexionar acerca del sentido interno de las apariencias. Las cosas más interesantes de la vida son imperceptibles para nuestros sentidos, pero son visibles para nuestra percepción espiritual. En gran medida, pueden pasar inadvertidas para la persona distraída y superocupada en la que todos podemos convertirnos fácilmente.

La contemplación no mira tanto a las cosas cuanto a través de ellas, a su corazón, a su centro, y a través de ahí trata de descubrir ese mundo de belleza espiritual que es más real, tiene más masa y densidad, más energía e intensidad que la materia física en su aspecto más burdo y crudo. Por eso se conoce a los padres griegos, que fueron grandes contemplativos, como los «padres diaréticos» (diarao significa «mirar adentro», «mirar a través de»). Por eso sabían leer los corazones y las almas atormentadas de aquellos que les consultaban; porque a través de las apariencias sabían ver el yo más recóndito.

Obviamente, Jesús tenía esta capacidad de ver verdaderamente. Juan, por ejemplo, nos dice: «Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque sabía lo que había en sus corazones» (Jn 2,24). Este conocimiento intuitivo y perceptivo constituye la naturaleza del discernimiento.

El discernimiento como «ser visto»

Me impresiona el modo en que Jesús «vio» a Natanael bajo el árbol en el Evangelio de Juan. Incluso antes de conocerlo, Jesús dijo de Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, sin falsedad». Cuando ambos se encontraron en el camino, Natanael le preguntó asombrado a Jesús: «¿De qué me conoces?» Jesús le contestó: «Antes de que te llamara Felipe, te vi debajo de la higuera”. La forma en que Jesús vio a través de Natanael bajo la higuera fue un acto tan poderoso de discernimiento de lo que había en su corazón que le hizo a Natanael proclamar: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, el rey de Israel”. A lo que Jesús respondió: «¿Crees porque te he dicho que te vi bajo la higuera? Cosas más grandes que estas verás». Y añadió: «Os aseguro que veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1,47-51).

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Este maravilloso relato que habla de ver a través del corazón de las cosas suscita una cuestión más profunda: ¿Quiero que Jesús me vea por completo? ¿Quiero que me conozca? Si quiero, puede crecer una fe que abra mis ojos al cielo y me revele a Jesús como el Hijo de Dios. Veré grandes cosas cuando esté dispuesto a ser visto. Tendré una mirada nueva que pueda ver los misterios de la propia vida de Dios, pero solo cuando permita que Dios me vea por completo, incluso aquellos aspectos de mí que ni siquiera yo quiero ver.

Mientras estuve en la abadía de Genesee descubrí que mi rabia y mi deseo de ser especial y de ser objeto de admiración crecían y se hacían más evidentes en mis momentos de soledad. Empecé a darme cuenta de que, en muchos sentidos, había estado viviendo para mi propia gloria y no para la mayor gloria de Dios.

Una vez que estamos dispuestos a ver y a ser vistos por Dios, podemos buscar señales de la presencia y la guía de Dios en cada apariencia que se presenta a nuestros sentidos. El discernimiento se convierte en una nueva forma de ver (y de ser visto) cuyo resultado es la revelación y la dirección divinas. Este conocimiento del corazón nos permite proceder como pide nuestra vocación (Ef 4,1).

El propósito del discernimiento

El propósito del discernimiento es conocer la voluntad de Dios, es decir, encontrar, aceptar y afirmar la manera única en que el amor de Dios se pone de manifiesto en nuestra vida. Conocer la voluntad de Dios es defender activamente una relación íntima con Dios, en cuyo contexto descubrimos nuestra vocación más profunda y el deseo de vivir al máximo dicha vocación. No tiene nada que ver con una sumisión pasiva a un poder divino externo que se nos impone. Se trata de una espera activa con respecto a un Dios que nos espera4.

Encontrarnos a nosotros mismos en una relación con Dios es un prerrequisito para el discernimiento de la voluntad y la dirección divinas. Como en cualquier relación, habrá sentimientos de rechazo, así como de atracción; de resentimiento, así como de gratitud; de miedo, así como de amor. Habrá altibajos en la fidelidad a medida que descubramos nuevas cosas sobre nosotros y sobre Dios. En nuestra relación dinámica con Dios, podemos estar seguros de algo: «si le somos infieles, él se mantiene fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).

Aceptar la voluntad de Dios no significa ser sumisos ni resignarse pensando que «lo que tenga que ser será». Al contrario, esperamos activamente que el Espíritu se mueva y nos dé entrada, y luego discernimos qué hacer a continuación. Cuando nos vemos en una relación de amor con Dios, siempre hay algo del dilema del amante, una lucha entre dar y recibir, entre confiar y responder a la llamada.

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Renacidos en el Espíritu

Jesús observaba la condición humana con los ojos del amor y trataba de enseñarnos a mirarnos a nosotros mismos y a los demás «desde arriba», no «desde abajo», donde las nubes oscuras nos enturbian la visión. «Te aseguro que, si uno no nace de nuevo, no puede ver el reinado de Dios», dijo Jesús a sus discípulos (Jn 3,3). De esto trata precisamente la teología: de observar la realidad con los ojos de Dios.

Y hay mucho que observar: la tierra y el cielo; el sol, la luna y las estrellas; los seres humanos en toda su diversidad; los continentes, países, ciudades, y pueblos; los acontecimientos del pasado, del presente y del futuro... Por eso hay tantas teologías. Las Sagradas Escrituras nos ayudan a observar la rica variedad de todo cuanto existe con los ojos de Dios y, de ese modo, a discernir el modo de vivir con mayor claridad de visión el aquí y ahora.

Los que viven una vida digna de su vocación han «nacido de nuevo» y son capaces de ver con los ojos de la fe y de oír con oídos espirituales. Sus vidas de discernimiento se caracterizan por la resolución. Tienen un solo deseo verdadero: conocer el corazón de Dios y cumplir la voluntad de Dios en todos los aspectos. En palabras de Jesús a Nicodemo, «quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios» (Jn 3,21). Esas personas están tan inmersas en el amor divino que todo lo demás solo cobra su significado y propósito en el contexto de ese amor. Formulan una única pregunta: «¿Qué le resulta gratificante al Espíritu de Dios?» Y tan pronto como escuchan el sonido del Espíritu en el silencio y la soledad de su corazón, siguen las indicaciones de este, a pesar de que pueda disgustar a sus amigos, afectar a su ambiente o confundir a sus admiradores.

Las personas que nacen de nuevo en el Espíritu Santo con comprensión espiritual parecen muy independientes, no por una formación o individualización psicológica, sino por el fruto del Espíritu, que «sopla donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). El renacer espiritual es una apertura perenne para dejar que el espíritu de Jesús sople en nosotros donde mejor le venga.

Quienes de verdad «renacen» desean renovarse continuamente, porque el Espíritu no deja de revelar, dentro y en torno a ellos, lugares de oscuridad que la luz no ha transformado todavía. Y es que durante toda nuestra vida necesitamos renacer e intensificar nuestra comprensión espiritual, mientras caminamos juntos bajo la luz.

Discernimiento en soledad

La comunión con Dios en la oración lleva inevitablemente a la comunidad con el pueblo de Dios y, más allá, al ministerio en el mundo5

. Pero comenzar este movimiento espiritual en soledad es bueno. Nuestro primer cometido en soledad consiste simplemente

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en permitirnos a nosotros mismos tomar conciencia de la presencia divina: «¡Rendíos y reconoced que soy Dios!» (Sal 46,10). Cuando estamos a solas con Dios, el Espíritu ora en nosotros. El reto consiste en desarrollar una sencilla disciplina o práctica espiritual que cada día ocupe momentos y espacios vacíos.

Cuando fui a la abadía, había empezado a ver el domingo como un día especial, mientras que todos los demás días se desdibujaban en medio del trabajo y el estudio. Mediante el ritmo sagrado de las oraciones comunitarias, empecé a verme abocado a una nueva manera de percibir el tiempo y a una nueva manera de experimentar la presencia divina. De nuevo era capaz de abrazar la soledad, con todos los pensamientos desorientadores y descorazonadores que comporta, como una vía regia hacia la presencia de Dios. Al principio pasaba la mayoría de mis momentos en soledad en la biblioteca, pero, con el tiempo, aprendí a estar solo ante Dios en el sosiego de mi propia habitación.

Os invito a que os comprometáis de forma similar a pasar cada día un tiempo a solas con Dios para orar y meditar. La meditación bíblica es un método tradicional de oración en solitario. Seleccionando un versículo concreto de la lectura diaria del evangelio, o un salmo favorito, o bien una frase de una carta de Pablo, podéis construir un muro seguro alrededor de vuestros corazones que os permitirá prestar atención. Leer y recitar un texto sagrado no supone llenar vuestro espacio vacío o limitar vuestros pensamientos espirituales, sino establecer unos límites en torno a él. A veces ayuda tomar una palabra o frase del texto y repetirla durante los momentos de oración individual. A algunas personas les va bien sentarse en silencio para concentrarse en la oración. Otras necesitan moverse y caminar lentamente para abrir la mente y el cuerpo a la presencia divina. Sobre todo al principio, cuanto te distraes fácilmente, ayuda recordar y repetir la palabra o frase que llamó tu atención. Así, la concentración y conciencia la pueden descender de forma gradual desde la mente hasta el corazón y permanecer ahí durante un extenso periodo, junto al corazón de Dios6

. La lectio divina 7

, o lectura espiritual, es otro ejercicio útil que puede practicarse en soledad. Leyendo un texto bíblico tres veces y deteniéndonos a ponderar la palabra, frase o imagen que llama nuestra atención, tomamos mayor conciencia de la presencia activa del espíritu de Dios dentro de nosotros. No se trata de leer para adquirir nuevas informaciones o para aprender a desarrollar una habilidad importante. Más bien, es una forma de lectura devota en la que permitimos a Dios que nos «lea» y responda a nuestro deseo más profundo. La lectura espiritual, por tanto, es una lectura detenida, deliberada, meditativa, en la que dejamos que las palabras penetren en nuestro corazón e interroguen a nuestro espíritu. La lectio divina significa leer la Biblia con veneración y apertura hacia lo que el espíritu nos dice en el momento presente. Aparte de la Biblia, se pueden usar muchos otros libros para la lectura espiritual, como textos religiosos judíos y cristianos, autobiografías espirituales y vidas de los santos, o relatos sobre nuevas comunidades de fe, entre otros. Lo más importante es cómo leemos: no para comprender o controlar a Dios, sino para ser comprendidos y formados por Dios.

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Es bueno reservar una parte del tiempo de oración para la intercesión: recordar ante Dios a personas concretas cuyo sufrimiento y dolor conocemos bien, sobre todo aquellas con quienes convivimos o trabajamos. Las personas por las que oramos regularmente ocupan un lugar muy especial en nuestro corazón y en el corazón de Dios, y se las ayuda. A veces ocurre de inmediato, y a veces se necesita más tiempo. Además, una comunidad interior comienza a brotar en nosotros, una comunidad de amor que nos fortalece en el día a día. Para concluir nuestro momento de oración, podemos recitar despacio un Padrenuestro. O bien recurrir a otras oraciones de la iglesia y de la tradición cristiana. Tales oraciones «formales» nos conectan con el pueblo de Dios y con el conjunto de la iglesia orante. En Genesee y durante los años siguientes descubrí que a menudo también sentía la necesidad de rezar a partir de los periódicos. Todas las tragedias y triunfos del mundo eran parte del mundo por el que rezaba.

El Espíritu trabaja en lo más hondo de nosotros, tan adentro que no siempre somos capaces de identificar su presencia. El efecto del espíritu de Dios es más profundo que nuestros pensamientos y emociones. Por eso resulta tan importante reservar un momento y un espacio especial a la oración. Muchas veces no tenemos ganas de rezar, y nuestra mente está distraída. La falta de motivación y la dificultad para concentrarnos nos lleva a pensar que el momento de oración es tiempo que se emplea en balde o tiempo perdido. Sin embargo, es muy importante mantenerse fiel a esos momentos y aferrarse al compromiso de estar con Dios, aun cuando nada en nuestra mente, en nuestro corazón o en nuestro cuerpo quiera estar ahí. La simple confianza en la oración dota al Espíritu de Dios de una oportunidad real de llevar a cabo su misión en nosotros, de ayudarnos a renovarnos en las manos de Dios y adaptarnos a la voluntad de Dios. Durante esos momentos y espacios sagrados, podemos vernos afectados en lugares profundos, ocultos y tiernos de nosotros mismos. Podemos tomar plena conciencia de la presencia divina y abrirnos más a la orientación de Dios a la vez que somos guiados a nuevos lugares de amor.

El tiempo de reloj puede convertirse en tiempo sagrado. Podemos escoger quince minutos, media hora o incluso unas cuantas horas, y reservárselas a Dios. Para una vida física, emocional y espiritual sana, tenemos que estructurar nuestro tiempo. Necesitamos saber de antemano cuándo rezaremos, cuándo haremos lectura espiritual, cuándo participaremos en cultos comunes, etcétera. Un ritmo de vida en que se programen momentos y espacios sagrados nos aporta un gran apoyo espiritual y nos hace esperarlos como «momentos de renovación» para el discernimiento.

Discernimiento en comunidad

Aun cuando el discernimiento comienza en soledad, quienes buscan a Dios siempre se unen en comunidad, porque el Espíritu reúne a todos los creyentes en un solo cuerpo

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para la responsabilidad y el apoyo mutuo. Una persona que pretende con honestidad conocer la voluntad y el camino de Dios escogerá estar en comunidad.

En la abadía de Genesee empecé a percibir la absoluta necesidad de la vida en comunidad. Aprendí a hornear pan, a acarrear piedras y a orar con los hermanos. Mi capacidad de intimidad con Dios estaba interrelacionada con mi habilidad de amar y vivir con los demás de mi comunidad. Aquellos meses en el monasterio me enseñaron que la vida espiritual está hecha para vivirla juntos. Desde entonces he buscado crear comunidad en todos los lugares donde he vivido. En los últimos años, he decidido residir en la comunidad Daybreak, en Canadá, donde vivo rodeado de los pobres de espíritu para formarme espiritualmente, encontrar apoyo y responsabilidad sobre mis decisiones personales y ser de ayuda. Daybreak es una comunidad de El Arca y pretende ser un lugar donde las personas con discapacidades físicas, emocionales e intelectuales y sus asistentes viven juntos como un signo de esperanza para el mundo. Daybreak, a pesar de ser un lugar pequeño y recóndito, quiere proclamar que el amor es más fuerte que el miedo, que la alegría es más profunda que la tristeza, que la unidad es más real que la división, y que la vida es más fuerte que la muerte. Estar en Daybreak significa sentirse llamado a tomar opciones habituales que contradicen radicalmente a los poderes y principados de nuestro mundo. Aprendemos a discernir viviendo a fondo juntos el desafío del evangelio.

Vivir en comunidad cristiana ofrece modos concretos de tomar opciones que colaboran al discernimiento, sobre todo la escucha profunda del camino y la voluntad de Dios. A menudo, las opciones a las que nos enfrentamos son bastante específicas y requieren una conversación reflexiva en torno a cuestiones fundamentales que contradicen nuestros propósitos y planes individuales y colectivos: ¿Trabajamos con los pobres o escogemos estar en solidaridad con ellos? ¿Desperdiciamos el tiempo o lo aprovechamos como una oportunidad constante para descubrir más sobre nosotros mismos, sobre el prójimo y sobre nuestro Dios? ¿Organizamos nuestra jornada para distraernos y entretenernos o para permitir que nuestros corazones maduren y se fortalezcan? ¿Damos respuesta a nuestros miedos y dolores interiores o los ignoramos, o bien elegimos afrontarlos y vivir con nuestros miedos y dolores con la ayuda de quienes nos acompañan? ¿Hablamos o rezamos, nos preocupamos o damos las gracias, miramos imágenes que nos inquietan o aquellas otras que nos producen alegría, nos obsesionamos con nuestra ira o con lo que puede procurarnos paz?

Todas estas preguntas demuestran que constantemente tomamos decisiones que pueden llevarnos a seguir el camino y la voluntad de Dios. Estas decisiones son difíciles, porque vivimos en un mundo que cree que perdemos el tiempo, que hay formas más estimulantes de cultivar nuestros talentos, que se puede ganar más dinero, adquirir más prestigio, una educación de más calidad y mayor éxito, así como más respeto y honor, con tan solo apartarnos de nuestro idealismo espiritual y siendo realistas a la hora de tomar decisiones como los demás.

References

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