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Del patrimonio paisaje a los paisajes patrimonio

Josefina Gómez-Mendoza

Universidad Autónoma de Madrid. Departamento de Geografía josefina.gomez@uam.es

Recepción: abril de 2012 Aceptación: julio de 2012

Resumen

Las relaciones entre paisaje y patrimonio son plenamente históricas. Sin embargo, lo habi-tual es que, en el pasado, los patrimonios fueran los que tuvieran rasgos de paisajes, ya fueran paisajes construidos por el poder político en un momento determinado, ya fueran paisajes vernaculares construidos paulatinamente por la acción de las comunidades. En el texto, se revisa la adquisición de valor paisajístico por parte de los patrimonios tanto fores-tales como monumenfores-tales y urbanos, la génesis de la elaboración del concepto de paisaje cultural y su aplicación por parte de la UNESCO. Se aboga a favor de que, dada la terri-torialidad de los paisajes y la singularidad de sus valores, se reconozcan como patrimonio, así como de que se supere la concepción europea de esta relación.

Palabras clave: patrimonio; paisaje; silvicultura; paisaje cultural; reforma urbana. Resum. Del patrimoni paisatge als paisatges patrimoni

Les relacions entre paisatge i patrimoni són plenament històriques. No obstant això, l’habitual és que, en el passat, els patrimonis fossin els que tinguessin trets de paisatges, bé fos com a paisatges construïts pel poder polític en un moment determinat, bé com a paisatges vernaculars construïts gradualment per l’acció humana. En aquest text, s’hi revisa l’adquisició de valor paisatgístic per part dels patrimonis, tant si són forestals com monumentals i urbans, la gènesi de l’elaboració del concepte de paisatge cultural i la seva aplicació per part de la UNESCO. Atesa la territorialitat dels paisatges i la singularitat dels valors que tenen, es demana que es reconeguin com a patrimoni, com també que se superi la concepció europea d’aquesta relació.

Paraules clau: patrimoni; paisatge; silvicultura; paisatge cultural; reforma urbana. Résumé. Du patrimoine paysage aux paysages patrimoine

Les rapports entre paysage et patrimoine sont pleinement historiques. Toutefois, dans le passé, c’était le patrimoine qui avait des traits paysagers, que ce soit des paysages construits par un pouvoir politique à un moment donné, que ce soit des paysages vernaculaires à construction communautaire successive et séquentielle. Cet article étudie le processus d’acquisition de valeur paysagère de la part des patrimoines forestiers, monumentaux et urbains, et la genèse du concept de paysage culturel et de son application par l’UNESCO. L’auteur défend la reconnaissance des paysages comme patrimoine, étant données leur

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terri-torialité et la singularité de leurs caractères. Nous plaidons aussi en faveur du prolongement du rapport patrimoine et paysage dans des contextes extraeuropéens.

Mots clé: patrimoine; paysage; sylviculture; paysage culturel; réforme urbaine. Abstract. From Heritage as Landscape to Landscape as Heritage

The relations between landscape and heritage are historical. Nevertheless, in the past herit-ages were those that had features of landscapes, whether they were landscapes constructed by political power in a given period, or were vernacular, that is, constructed gradually by communities. We argue that landscapes may be considered common heritage because they are areas whose singular character is the result of the interaction of natural and human factors as set out under the European Landscape Convention. We also argue that, beyond their development in Europe, conceiving of landscapes as heritage is a useful instrument worldwide.

Keywords: heritage; landscape; forestry; cultural landscape; urban renewal.

La relación del paisaje con el patrimonio tiene raíces plenamente históricas. El patrimonio goza de un sentido temporal, dado que los bienes son transmitidos a los descendientes y se hereda el patrimonio de los ascendientes. Como ocurre con las designaciones del paisaje (paysage, paesaggio, en las lenguas romances;

landscape, Landschaft, en las germánicas), solo aparentemente los términos de

origen latino que designan al patrimonio se pueden equiparar con los anglo-sajones: heritage se refiere más a la herencia y al que hereda (heir), mientras que patrimonio significa más los bienes transmitidos en herencia por los ascen-dientes. Repasando la historia de cómo la conservación de los monumentos se convierte en patrimonial, Françoise Choay ha escrito: «Heritage puede a primera vista parecer sinónimo de patrimoine. Pero, de hecho, en los contextos respectivos de Inglaterra y de Francia, los dos términos tienen connotaciones distintas, el primero por el respeto debido al pasado y por su valor axiológico, el segundo por una dimensión económica dominante, “un bien” de herencia» (Choay, 2009: XXVIII). En la presente ocasión, trato de revisar con brevedad los itinerarios de la dimensión patrimonial del paisaje, más allá de su dimensión de interés general o identitaria, a la que tantas veces queda reducido, puesto que quiero, en definitiva, mostrar cómo la valoración actual de los paisajes ganaría mucho si se pasara de «patrimonio paisajístico o con paisajes» a paisajes,

Sumario Patrimonialización forestal y paisaje

De los monumentos a los monumentos histórico-artísticos y al patrimonio cultural Patrimonio paisajístico e identidades

nacionales, regionales y locales

Patrimonio mundial y paisajes culturales En búsqueda de los paisajes patrimoniales Referencias bibliográficas

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que, por serlo, adquieren su valor patrimonial, es decir, «paisajes patrimonio» o «paisajes patrimoniales»1.

Para este fin, es útil partir de la contraposición efectuada en 1986 por J. B. Jackson y retomada recientemente por Besse (2009) entre «paisaje político» y «paisaje vernacular». Este último es el paisaje vivido por una comunidad o por un grupo. Jackson llamaba «paisaje político» al de los espacios y las estructuras concebidos para imponer o preservar una unidad y un orden territoriales, rela-cionado con una planificación que quiere ser duradera y normalmente a gran escala. El paisaje político se caracteriza, pues, por el acto fundador de desplie-gue del poder, la creación de un territorio que encarna a ese poder ordenando un número considerable de lugares capaces de manifestarlo. En la historia, me estoy refiriendo a castillos y palacios, parques y jardines, ordenación de los montes para la caza real o aristocrática, calles panorámicas, grandes espacios abiertos, trabajos hidráulicos, sistemas de caminos y vías, puentes, elementos y dispositivos monumentales, etc.

Estos casos son numerosos en Europa. Olwig (2002) ha sido capaz de ilustrar de forma esclarecedora cómo los Estuardo, y en particular Jaime I, supieron utilizar el landscape para escenificar la nación inglesa, después británi-ca, y abolir en lo posible los derechos comunales, los de los lores y sus counties e imponer el derecho real. Los numerosos Reales Sitios en torno a Madrid, iniciados por la monarquía austriaca, en particular por Felipe II, y continuados por la dinastía borbónica, constituyen también una red excepcional de ordena-ción del territorio (Fernando Checa ha hablado de una prodigiosa y extensible tela de araña) y un verdadero sistema de patrimonios paisajísticos (Gómez Mendoza, 2003: 27-45). Las empresas políticas de construcción del paisaje son hoy muy diferentes, a veces están más localizadas, pero, en cambio, dis-frutan de una repercusión mundial, como por ejemplo ocurre con las grandes operaciones urbanas para el marketing de la ciudad (Opera de Sydney, Museo Guggenheim, Parque Olímpico de Pekín). Es el momento de la arquitectura monumental, espectacular, en el sentido más literal de la palabra.

Frente al momento fundador de los paisajes políticos, el paisaje vernacular se caracteriza por la adaptación a los lugares y a las circunstancias: es el paisaje de vida de los vecinos y de las comunidades, cuya construcción se va haciendo de modo secuencial, por ello está sometido a una temporalidad enteramente diferente. En el caso europeo, se trata sobre todo de los paisajes rurales de larga duración, pero también de lo que hoy conocemos como ciudades

his-tóricas, puesto que unos y otras han experimentado grandes conmociones.

1. Las reflexiones contenidas en este texto tienen su origen en las investigaciones que dieron origen a mis discursos de ingreso en las Reales Academias de la Historia y de la Ingeniería (2003 y 2006). He seguido trabajando en ellas en los últimos años, al amparo de los pro-gramas de rango europeo patrocinadas por el Ministerio de Ecología francés sobre paisajes y políticas públicas y paisaje y sostenibilidad, a cuyo comité científico pertenezco. También lo he hecho en el contexto del curso que comparto con Concepción Sanz Herráiz sobre Paisaje y Patrimonio Cultural en el máster de Planificación y Desarrollo Territorial Sostenible de la UAM.

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En el caso de los paisajes rurales, una de las mayores fue la privatización de los comunales, de las que la Enclosure of Commons del siglo xviii inglés fue quizá el episodio más conocido y estudiado. Modelo de procesos semejantes en casi todos los demás países europeos, el paso de las tierras a la propiedad privada con interés productivo y la supresión de los derechos colectivos y comunales tuvieron evidentes y plurales consecuencias paisajísticas. En los cascos urbanos, la mayor conmoción empezó con el desventramiento y la supresión de la trama consolidada para la reforma interior de la ciudad y la apertura de grandes vías, siguiendo el modelo de Haussmann (Gómez Men-doza, 2006a). Después, el proceso se ha proseguido con una generalización de las reformas urbanas y una banalización de las formas y de los tipos que han conducido a lo que la propia Choay ha llamado «el reino de lo urbano y la muerte de la ciudad».

Patrimonialización forestal y paisaje

La ordenanza francesa de 1669, promulgada por presión de Colbert, a la sazón controlador general de Finanzas y director de Montes, supuso un momento clave para la historia de los bosques franceses: se afirmaba de forma radical la autoridad real sobre ellos, se unificaban las jurisdicciones, se prohibían los considerados «malos usos y malas prácticas», como roturaciones y carga exce-siva de ganado, se regulaban los sistemas de explotación, limitando el monte bajo o tallar de cepa, el habitual de la comunidades vecinales para obtener leña, y favoreciendo el monte alto, es decir, la regeneración de semilla. En cierto modo, las Ordenanzas de Montes y Plantíos de 1848, que supusieron el primer intento efectivo de control estable y centralizado de los montes de alrededor de la Corte española, constituyen la disposición española análoga a la colbertiana (Madrazo García-Lomana, 2003; Madrazo García-Lomana y Sáez Pombo, 2012).

Pero fueron las escuelas de silvicultura sajonas, y en concreto la de Tha-randt, las que dieron a sus enseñanzas un fundamento científico que se con-virtió en referencia casi obligada de los servicios forestales europeos2, a costa a veces de las condiciones del medio. Se trataba de asegurar el rendimiento sostenido de madera mediante una ordenación del bosque, que entrañaba la separación estricta entre monte arbóreo, tierras agrícolas y pastos, disocia-ción que se presentaba como la de un orden natural; el rendimiento sostenido suponía también tratar de convertir los bosques en fustales regulares con dis-tribución equilibrada de edad, prohibición de usos colectivos y limitación de las cargas ganaderas. La silvicultura científica supondría, de esta forma, una

2. Después de la publicación por Carlowitz de Silvicultura Económica en 1713, se hicieron los primeros planes de ordenación, calculando matemáticamente la posibilidad de producción forestal. La escuela que tuvo más éxito fue la que estableció Cotta, primero en Zillbach (1795) y después en Tharandt, en Sajonia (1811), que fue adonde acudieron quienes habían de fundar tanto la ingeniería forestal francesa (1825) como la alemana (1848). Sobre estas cuestiones, ver Gómez Mendoza (1992 y 2003: 85-89).

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apuesta decidida a favor de paisajes forestales ordenados, regulares y, en la medida de lo posible, geométricos.

Como ya he dicho, esta doctrina se transfiere también al mundo mediterrá-neo, donde había tan pocos bosques comparables a los sajones, y, en general, a los de la Europa central, templada y continental. Lo que nos interesa aquí es que acaban coincidiendo el objetivo técnico, el paisajístico y el patrimonial. En efecto, la silvicultura científica era introducida en España al mismo tiempo que durante el bienio progresista. La desamortización general de Madoz encargaba a los ingenieros que identificaran y catalogaran como propiedad pública los bosques que ejercían una influencia física sobre las poblaciones, lo que entonces se llamó «influencia cosmológica». Las disposiciones desamortizadoras estable-cían, en efecto, que solo deberían ser excluidos de la privatización los espacios forestales considerados por los ingenieros de interés público y que necesitaban, por consiguiente, permanecer bajo propiedad pública, preferentemente la del Estado, entendida como la más perenne. El criterio de la Junta Consultiva de Montes, en concreto del gran introductor de la silvicultura española, Agustín Pascual, fue, a falta de conocer los montes en detalle, preservar de la venta a los particulares a los bosques de montaña poblados por pinos, abetos, robles y hayas en masas de al menos 100 hectáreas. De este modo, los ingenieros de montes españoles consagraron la mayor parte de su tiempo y de su esfuerzo al servicio de la administración del Estado a catalogar los montes de estas carac-terísticas (Gómez Mendoza, 1992; Pérez-Soba Díez del Corral, 2006), lo cual dio lugar al Catálogo de Montes de Interés Público (1902) en el que se basó más tarde el Patrimonio Forestal del Estado.

El efecto de este proceso patrimonial sobre el paisaje tiene la consecuencia añadida de que fue sobre todo en los montes del PFE donde se llevaron a cabo, durante la dictadura franquista y primeros años de la democracia, las grandes repoblaciones públicas a razón, en los primeros decenios del proceso, de más de 100.000 hectáreas por año. Por el contrario, los montes de encinas, alcor-noques, quejigos y roble melojo del oeste y de los piedemontes y penillanuras meseteños eran vendidos a particulares, que mantuvieron en mayor o menor medida su carácter de dehesas. En cuanto a los montes tallares y las dehesas de los pueblos, experimentaron una fortuna desigual. En todo caso, patrimonio y paisaje interactúan y las políticas públicas demuestran, en un caso como este, que pueden dar lugar a grandes consecuencias a la vez patrimoniales y paisajísticas.

De los monumentos a los monumentos histórico-artísticos y al patrimonio cultural

Si volvemos ahora la vista hacia el patrimonio cultural urbano, conviene, asi-mismo, esclarecer cómo se ha llegado al concepto y qué consecuencias ha tenido. También en este caso resulta útil recurrir a Françoise Choay, la histo-riadora del arte y del urbanismo, que se ha convertido en una de las mayores defensoras del patrimonio y que sostiene que se ha producido una

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transferen-cia metafórica del concepto de monumento hatransferen-cia el de patrimonio (Choay, 1992, 2009). Pero antes, para entender la trascendencia de esta sustitu-ción, conviene advertir que, desde el punto de vista histórico, conceptual y operativo, monumento y monumento histórico no significan lo mismo, ni se impusieron al tiempo. La diferencia y la oposición entre el concepto sin cali-ficativo y el monumento histórico fueron definidos por primera vez por Aloïs Riegl, el restaurador de los monumentos de Salzburgo y el responsable, por encargo del gobierno, de la legislación para la protección de los monumentos históricos austriacos (Riegl, 1903). Al monumento, creación intencionada, le compete hacer revivir el pasado en el presente. Tiene, pues, una función identificadora, de «dispositivo memorial intencionado».

Por el contrario, el monumento histórico es elegido por su valor históri-co. Tiene, pues, un valor abstracto de saber: en cuanto arte, se vincula a la sensibilidad estética del presente y pertenece enteramente a la realidad euro-pea de principios del siglo xx. «Lejos de [tener] una universalidad comparable a la del monumento intencional, su doble relación al saber y al arte es prue-ba de la imborrable vinculación del monumento con una cultura singular, la de Europa occidental» (Choay, 2009: VII). Riegl lo había dejado claro en su texto inaugural: «[el monumento] tiene un valor propiamente artístico, indepen-dientemente del lugar que ocupa la obra en el desarrollo de la historia. [Ese valor artístico no cabe en el concepto de monumento como valor de rememoración.] Algunas obras de arte antiguas responden a la “voluntad artística moderna” y es precisamente porque contrastan con un fondo discordante, por lo que esos ele-mentos que concuerdan con la sensibilidad moderna ejercen tanto poder sobre el espectador» (Riegl, 1903: 39 y 42, en Choay, 2009: 166). «El uso pertenece al propietario, la belleza a todo el mundo», decía Victor Hugo, que fue uno de los primeros detractores de las demoliciones indiscriminadas (Hugo, 1825, en Choay, 2009: 114). En la génesis del monumento histórico, se han sucedido dos etapas: la «revolución cultural» del Quattrocento, en que se empezaron a valorar las antigüedades, y la inflexión historicista del siglo xix, que se desarrolla en el contexto de los nacionalismos europeos y que cataloga a los edificios por el valor que les otorga la historia nacional.

En este sentido, hay que insistir en el carácter restringido, europeo, de los monumentos históricos, así como en las diferencias nacionales. El empirismo de la conservación británica, a cargo de las sociedades de anticuarios y arqueó-logos, sustituidos en la gestión del patrimonio histórico cultural en 1895 por la asociación privada National Trust, contrasta con el carácter estatal de la protección francesa y el rigor y la complejidad de sus procedimientos. Los ita-lianos siempre han mostrado una gran sensibilidad, a la par que operatividad. El modelo español es muy semejante al francés, siempre retrasado con relación a los acontecimientos, construido en realidad por acumulación de estos. Prime-ro, en 1802, al socaire de la Revolución Francesa, se habló de «monumentos antiguos» que interesan «al honor, antigüedad y nombre de los pueblos», y se encomendó su clasificación a la Academia de la Historia. En el momento de la desamortización de Mendizábal, como iba a ocurrir más tarde con la de

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Madoz y los bienes comunales, se exceptúa de la venta aquellos edificios que el Gobierno quisiese conservar para uso público, como monumentos de las artes o para «honrar las hazañas nacionales». Sin embargo, a diferencia del rígido carácter central de la protección francesa, la Comisión Central española fue completada en 1844 con comisiones provinciales de monumentos. Centrales o provinciales, estas comisiones no cosecharon muchos éxitos: Ganau, estudioso del tema, dice que siempre se movieron entre la indefinición, la ineficacia y los incumplimientos (Ganau, 1997, 1999: 11; Remesal et al., 2000). José María Quadrado no ocultaba su decepción a mediados del siglo pasado: «¿Qué edi-ficio han logrado arrancar al furor o a los cálculos del vandalismo? […] ¿Qué golpe parar del hacha destructora?» (Quadrado, 1851, en Ganau, 1999). En todo caso, como en el resto de los países, se fue pasando del significado pura-mente testimonial y conmemorativo del monumento al sentido artístico, lo que se plasmó en el hecho que las competencias quedaran compartidas entre las academias de Historia y de Bellas Artes.

«Tout a été refait donc défait», se quejaba Victor Hugo en el año 18493, antes incluso de que comenzaran las grandes demoliciones. Con esta frase, se anticipaba a la teoría económica de la destrucción creadora (Hugo, 2002: 685). Pero el poeta, y gran dibujante, se refería a edificios y elementos singulares, no se interesaba todavía por la dimensión urbana. Estaba convencido, como la mayoría de sus contemporáneos, de que el progreso técnico hacía inevitable la destrucción de las tramas urbanas antiguas.

Y es que, como he estudiado detenidamente en otra ocasión, la circulación y la higiene fueron los principios rectores de las grandes reformas urbanas del siglo xix (Gómez Mendoza, 2006a y 2006b). La movilidad se convirtió en la representación dominante de la ciudad, hasta el punto de que el urbanismo deci-monónico acabó por invertir el orden de factores: los flujos se impusieron sobre las estructuras, los lugares y los paisajes, y el circular predominó sobre el habitar, a lo que se sumaban, en lógico complemento, los argumentos de higiene. Como dice bien Marcel Roncayolo tratando del papel dominante de la ingeniería en la ciudad decimonónica: «Por referencia muy directa a la mecánica, todo lo que es circulación y movimiento es sano, todo lo que se estanca es malsano. Circulación del aire y de las aguas, penetración del aire y de la luz se oponen a amontonamiento y concentración del aire viciado, exhalación de miasmas y de olores mefíticos» (Roncayolo, 1983: 93). La calle es vía pública para circular y vía de acceso a las viviendas, y la nueva red viaria se convierte en el principio de organización que se sobreimpone a la trama de la ciudad preexistente.

¿Qué es la calle? se preguntaba Ildefons Cerdà en su memoria para la refor-ma interior de Madrid, y contestaba en seguida que las calles son «caminos que andan», viabilidad, accesibilidad. De modo que, desde esta perspectiva, la

3. A propósito de una visita a los jardines de Luxemburgo en París, en los que se había intro-ducido un jardín inglés en un vivero. «Tout a été gâté» (‘estropeado’) decía al introducir la frase, y añadía, con la clarividencia que le caracterizaba: «Es propio de los tiempos que vivimos mezclar las pequeñas tonterías con las grandes locuras».

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ciudad, más que paisaje, más que lugar, es movimiento. Por eso, Cerdà admiró, al igual que sus contemporáneos, la obra de Haussmann de apertura de calles, para reformar la que consideraba el ingeniero «populosa y laberíntica, poco aseada y malsana» ciudad de París, y solo reprochó a los derribos que lanzaran a «tantas almas a la miseria». «En una época en que las poblaciones tienen necesi-dad de una expansión tan grande, y en la cual es sabido de todos la insegurinecesi-dad y la miseria que se anidan en estas ciudades que nos ha legado la Edad Media, el no descargar sobre ellas el martillo de la demolición y la reforma sería, más que un anacronismo injustificable, una verdadera iniquidad. [Ábranse] a la circulación nuevas vías más practicables […], ábranse nuevos cruceros de salu-bridad y de orden público a través de los barrios insanos y laberínticos de las antiguas ciudades, refórmense las calles y las poblaciones […]», decía Cerdà en la Teoría de la construcción de ciudades aplicada al proyecto de reforma y ensanche

de Barcelona, escrita en 1859 (Cerdà, 1991: 408 § 1436).

Muy distinta era la actitud de John Ruskin, el teórico del arte y militante socialista. Como es sabido, Ruskin encarna la condena sin paliativos de la res-tauración de los monumentos (contrariamente a Viollet-Le-Duc, presentado como el mayor de los restauradores), y encuentra en la memoria «la séptima lámpara de la arquitectura». Pero si lo traigo aquí a colación, es por su crítica de la destrucción del tejido urbano de las ciudades, en suma, por haber erigido a este en patrimonio. No llega a criticar el desventramiento del tejido de París para abrir vías urbanas, en particular la prolongación de la calle de Rivoli, que considera soberbia, pero sí lo que había ocurrido en el lapso temporal de su propia vida en ciudades como Venecia, Florencia, Ginebra, Lucerna y, sobre todo, Rouen, ciudad de calidad inestimable en la forma en que había conser-vado el carácter de sus callejuelas medievales, infinitamente variadas, «la última ciudad de Francia en que todavía se podían ver conjuntos de la antigua arqui-tectura doméstica francesa». «No todo hay que borrarlo, añade, para preparar la mascarada del futuro» (Ruskin, 1854, en Choay, 2009: 139-140). Tres años después, en los Tableaux parisiens de las Fleurs du mal, Charles Baudelaire, en el maravilloso poema «El cisne», dedicado a Victor Hugo, constataba esa temporalidad diferente de la reforma urbana y de la memoria melancólica del poeta: «Le vieux Paris n’est plus (la forme d’une ville / Change plus vite hélas! que le coeur d’un mortel)».

Pero desde el punto de vista técnico, hay que esperar al segundo decenio del siglo xx, al ingeniero, arquitecto, historiador del arte y restaurador italiano Gustavo Giovannoni, para que se establezca la doctrina de que los centros urbanos deben ser tratados con el respeto que exige su carácter de patrimonio cultural, porque, además, el verdadero responsable de sus malas condiciones es el abandono. Hay que conseguir que convivan, sin nostalgia ni amalgamas, la ciudad antigua, tesoro de la memoria y de las raíces, y una ciudad moderna que es un organismo urbano en construcción. Las soluciones no son fáciles, pero, sea lo que fuere, tienen que ser particularizadas para cada caso. Es impor-tante evitar hacer tabla rasa y opciones de museo y apoyarse en lo que existe. Hay que «desasfixiar» el núcleo urbano, pero sin imponerle una función para

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la que está claramente inadaptado. La solución tiene que venir de unas redes de comunicación que, a la vez, permitan disociar (sdoppiare) e injertar

(innes-tare). Se vale, además, de una analogía sumamente interesante: el desahogo

de los cascos se tiene que hacer, usando un término de la técnica silvícola, mediante claras, aclareos, «desdensificando» la masa, lo que en italiano se llama

diradamento edilizio. «Nada es más ilógico y más ineficaz que los verdaderos

desventramientos urbanos hoy tan apreciados, que no son dictados, como se pretende, por condiciones higiénicas, sino por la retórica arquitectónica y la especulación privada, ávida de apoderarse del suelo localizado en el centro ciudad» (Giovannoni, 1913: XLVIII, en Choay, 2009: 173).

Sin embargo, la solución que continuaba prefiriéndose en las ciudades españolas del cambio de siglo seguía siendo la apertura de grandes vías, el instrumento preferido de saneamiento y riqueza urbana (Gómez Mendoza, 2011). Un siglo después, es muy llamativo ver cómo el modelo de destrucción del tejido antiguo se ha aplicado en China (Beijing, Shanghai) a escalas inima-ginables de demolición y de expulsión de población.

Patrimonio paisajístico e identidades nacionales, regionales y locales

En su libro Las figuras paisajísticas de la nación, François Walter (2004) muestra hasta qué punto las imágenes del paisaje y las referencias a él fueron amplia-mente movilizadas en los países de Europa para construir las identidades nacio-nales. A diferencia de los Estados Unidos, tomados sin embargo como modelo, en los que predomina la wilderness, una concepción de la naturaleza salvaje y virgen, en Europa la naturaleza se separa rara vez de sus aspectos estéticos, éti-cos, históricos y patrióticos. De forma que, a principios del siglo xx, se aplica una concepción museológica de la naturaleza que clasifica a los monumentos y a los sitios naturales siguiendo el modelo de los monumentos arquitectónicos, de acuerdo con las leyes de patrimonio histórico y de la protección de la rique-za artística. La declaración de los primeros parques nacionales (Suecia 1909, Suiza 1914 y España 1918, a partir de una ley de 1916) se justifica, así, por su dimensión patriótica. La declaración del Parque Nacional de Covadonga, «cuna de la nación española», respondería de esta forma, según los responsables de la época, a una obra a la vez de ciencia, de educación y de patriotismo. La mayor parte de los primeros parques nacionales ocupan paisajes de montaña, propicios a la eclosión de referencias patrióticas. El paisaje se muestra, así, como un instrumento eficaz de patrimonialización, y esta se manifiesta a través de la zonación, la delimitación de zonas de reserva, objeto de protección y de salvaguarda, siempre que no entren en conflicto con los derechos de propiedad. La instrumentalización identitaria del paisaje se hace a todas las escalas, como lo muestran los casos de Gran Bretaña y de Alemania en contextos muy diferentes. Fueron muchos los autores que se ocuparon de responder a la con-vocatoria del presidente de la Royal Geographical Society para que los geógra-fos procedieran a estudiar las beauties of English scenery; entre ellos, Vaughan Cornish (1943): «an appreciation of natural beauty, and gracious buildings in

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which a rich community of life may flourish». Como señala David Lowenthal, el apego al paisaje en el mundo británico es particularmente evidente a gran escala, como escenas de conjuntos de casas formando pequeñas aldeas en su

countryside, terrazgos cultivados en medios de enclosures de prados y pastos, de

cercas y bosquetes. Son los prerrafaelistas los que convirtieron al paisaje inglés en una fantasía medieval, que tendría que ver, según Lowenthal, con el ethos inglés, tanto por su insularidad y artificio, como por su orden y estabilidad. El paisaje inglés, bien trabajado, bien cuidado, bien delimitado, bien ordenado, se convierte así en el más sólido soporte del patrimonio nacional, del que se ocu-pan tanto el National Trust como el English Heritage, al que le corresponde promover los sitios singulares del medio ambiente y asegurar el conocimiento de la historia (Lowenthal, 1996).

Junto con la identidad nacional, la identidad local ocupa un lugar prefe-rente en Alemania a través de las ideologías ruralistas. Exacerbada durante el periodo nacional-socialista, la Heitmatkunde concede una enorme importancia al conocimiento del medio local, de la patria chica, nutrido sobre todo por el amor a los bosques que Hugo Conwentz, el primer gran defensor, quería salvaguardar a toda costa. Más tarde, se trata de la Heitmatschutz, la protección estética del paisaje alemán en sus especificidades naturales e históricas, y pos-teriormente la Landschaftschutz, el paisaje como superficie de proyección de la cultura del pueblo alemán. Por último, será precisamente en Alemania, en el seno de estas ideologías, donde primero se plantee la necesidad de considerar el entorno de los objetos y de los monumentos naturales aislados, es decir, el paisaje en el que se integran (ley sobre la Naturschutzgebeit 1935).

En España, los escritores del Regeneracionismo del cambio de siglo xix al xx, tras los de la Renaixença catalana y el Rexurdimento gallego, insistieron mucho sobre los paisajes llanos castellanos ocupados por cultivos de cereales de secano, que presentaron como símbolo de austeridad, de esfuerzo, de la capa-cidad castellana para vertebrar la nación española. De nuevo, el sentido de las imágenes del paisaje es instrumentalizado al máximo (Martínez de Pisón, 1998).

Patrimonio mundial y paisajes culturales

La Conferencia de 1931 sobre la conservación de monumentos de arte y de his-toria, conocida como Conferencia de Atenas, tuvo sin duda el valor inaugural de ser la primera reunión de este tipo mantenida bajo la tutela de una organi-zación supranacional, el Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, representada sobre todo por el Oficio Internacional de Museos (ICOM)4. Todos los participantes eran europeos, lo que confirma los orígenes

4. La comisión, que funcionó entre 1920 y 1939, estuvo presidida por Henri Bergson, que había sucedido a Gilbert Murray en 1925 y tenía entre otros como miembros a Albert Einstein, Aldous Huxley, Marie Curie, Sigmund Freud. Dice Françoise Choay que estos grandes intelectuales militaban a favor de una protección internacional del patrimonio en una perspectiva esencialmente representada por los valores europeos (Choay, 2009: 185).

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etnocéntricos de la noción de monumento histórico. Por primera vez, se habla de patrimonio artístico en el mismo sentido que de monumento histórico-artístico y se acepta la lógica del patrimonio urbano tal como la había planteado Giovannoni, como solidaridad entre el monumento y su entorno. Finalmente, se convoca a los poderes públicos de rango internacional para contribuir a la salvaguarda del patrimonio.

Por su parte, la Carta de Venecia de 1964 sobre la conservación de los monumentos y de los sitios, reunión a la que por primera vez, por iniciativa española, asisten dos países no europeos, Méjico y Perú, mantiene el espí-ritu de Atenas de más de treinta años antes, insistiendo sobre la noción de monumento histórico y apenas avanza en el sentido de la mundialización que ya emergía en la época. Hay que esperar, por tanto, a la Convención de la UNESCO, de 1972, para la Protección del Patrimonio Mundial, a fin de lograr la consagración mundial de la amalgama patrimonial de los conceptos de monumento, monumento histórico y monumento artístico. Los dos pri-meros artículos establecen, en efecto, que se considera patrimonio cultural tanto los monumentos como los conjuntos y los sitios, y patrimonio natural: «los monumentos naturales constituidos por formaciones físicas y biológicas o por grupos de estas formaciones que tengan valor excepcional desde el punto de vista estético o científico». Todas las culturas quedan, pues, incorporadas, pero, al mismo tiempo, se jerarquizan los elementos patrimoniales mediante el criterio de excepcionalidad. Lo único que dice la Convención a este respecto es que corresponderá al comité definir esta excepcionalidad. Para Françoise Choay, es evidente que los criterios de designación, los de la ciencia, la historia y la historia del arte, corresponden a los definidos por la tradición occidental (Choay, 2009: 200).

La iniciativa se desarrolla en 1992, cuando la UNESCO establece los cri-terios para la inscripción en la lista del patrimonio de «paisajes culturales» seleccionados por su carácter excepcional entre las obras combinadas de la naturaleza y del hombre de valor sobresaliente desde los puntos de vista his-tórico, estético, etnológico y/o antropológico. Dotados de fuerte dimensión histórica, estos paisajes ilustran la evolución de los establecimientos humanos a lo largo del tiempo, sometidos a las constricciones físicas y a las oportuni-dades presentadas por el ambiente natural y las fuerzas sociales, económicas y culturales, tanto internas como externas (UNESCO, 1992). Se establecen tres grandes categorías de paisajes culturales: los que son claramente concebidos y creados por el hombre, tales como parques y jardines; los paisajes de evolu-ción orgánica, tanto en su forma como en su composievolu-ción, subdivididos a su vez en aquellos cuya evolución se ha detenido y se han convertido por tanto en reliquias o fósiles frente a los que siguen vivos, y, finalmente, la tercera categoría comprende a los paisajes asociativos, justificados, más que por sus huellas tangibles, por la fuerza de los fenómenos de asociación, ya sean de tipo religioso, artístico o cultural.

En la práctica, al plantearse la inscripción en la lista del patrimonio mun-dial a la vez como instrumento de diversidad biológica y cultural y de

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desarro-llo sostenible, algunas categorías son pocas veces retenidas, como las de paisaje fósil. Falta un análisis exhaustivo de las razones de la catalogación, tanto más cuanto que los expedientes que apoyan las solicitudes locales y regionales se suelen fundar en razones de oportunidad y desarrollan argumentos construi-dos ex profeso. En cualquier caso, se puede constatar, en la lista de los paisajes culturales que han sido declarados patrimonio mundial, la misma paradoja que en las redes nacionales de ecosistemas y parques naturales: el querer con-ciliar la excepcionalidad de un lugar con la representación equilibrada de los diferentes tipos, de las diferentes categorías y de las diferentes regiones. Representación equitativa y excepcionalidad son principios en cierto modo incompatibles.

En búsqueda de los paisajes patrimoniales

Podemos ya sacar algunas conclusiones de la relación entre paisaje y patrimo-nio. En primer lugar, asistimos en la actualidad al reconocimiento de paisajes con valor patrimonial que ya no tiene que fundarse en el sentido identitario y nacionalista que caracterizó, como hemos visto, las iniciativas de la segunda mitad del siglo xix y de la primera mitad del xx. Es más: sería deseable des-confiar de la utilización de la identidad como instrumento para la designación de un paisaje, so pena de incurrir otra vez en la construcción de nuevos y engañosos relatos. Los patrimonios que son paisajes, de los que he tratado al principio, deben ser reemplazados en la dinámica actual por paisajes que se convierten en patrimonio porque son percibidos, vividos, caracterizados y transformados por las poblaciones.

En segundo lugar, debemos aceptar y reconocer la incorporación a los paisajes patrimoniales de los paisajes cotidianos, tanto los rurales como los urbanos. Unos y otros experimentan importantes transformaciones morfo-lógicas y funcionales y hay que evitar convertirlos en museos, lo que no quiere decir que no haya que conocer y comprender sus caracteres y sus valores, así como evaluar las posibilidades y las consecuencias que tienen sobre ellos las actuaciones y las transformaciones. Por ejemplo, en los paisajes rurales tradi-cionales, tanto la mecanización como la concentración parcelaria provocaron una reorganización de las redes de caminos, que no debería haberse permitido sin tener en cuenta la pérdida de patrimonio que entrañaba.

Otro motivo para la reflexión, por la contradicción que supone, es hasta qué punto la singularidad de los paisajes y sus caracteres se compadecen con las selecciones jerarquizadas y la inclusión en un catálogo por la contribución a una red «equilibrada». Dos paisajes de características similares y de la misma categoría pueden merecer ambos ser incluidos en la lista del patrimonio mun-dial o, a la inversa, ninguno de los dos. Los responsables deberían pensar en ello: los paisajes se avienen mal a la representatividad, y tal es el sentido de la concepción del paisaje en el Convenio Europeo puesto a la firma en el año 2000 que reconoce la presencia de paisajes en cualquier parte del territorio (Sanz, 2012).

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Una cuestión más es cómo gestionar que los paisajes susceptibles de conver-tirse en patrimonio y de ser incluidos en una lista adquieran un valor mercantil y que la mercantilización pueda tener incluso valor universal en el caso del patrimonio mundial. Sin duda, no habría cultura si no existiera capacidad ni tiempo para disfrutarla, sin ocio y sin recreo. Pero el excesivo o desenfocado consumo de los sitios o paisajes declarados patrimonio puede conducir a su destrucción. Muchas actuaciones turísticas han llevado a explotar el patrimo-nio como un parque de atracciones y a que demasiadas ciudades históricas se conviertan en parques temáticos. Con excesiva frecuencia, mundialización y mercantilización conducen a banalización. Todavía más, dan lugar a réplicas y a simulaciones en las que aparecen copias de monumentos célebres, una ciudad televisión, como dijo Michael Sorkin, para quien el diseño urbano consiste hoy casi exclusivamente en reproducción, con la consiguiente creación de disfraces urbanos (por ejemplo: «la calle mayor» de Disneylandia) (Sorkin, 1992, en 2004: 12). Françoise Choay, militante del patrimonio, advierte de estos riesgos: «museificación, disneylización, son los síntomas de una esteriliza-ción progresiva, de la incapacidad de construir una alternativa en un universo tecnificado y monosémico» del que desaparece el verdadero espacio público (Choay, 2009: XLII). Como ya he dicho, utilizando una frase de esta autora, triunfa lo urbano a costa de la ciudad.

Finalmente, hay una última reflexión que no quiero dejar de hacer y que tiene que ver con el origen europeo tanto del concepto de patrimonio como del de paisaje. ¿Cómo considerar entonces a los pueblos y a las culturas que apa-rentemente no tendrían ni paisaje ni patrimonio, porque ni tienen palabra para nombrarlos ni literatura para narrarlos? Estoy pensando, por ejemplo, en algunas sociedades y etnias africanas. Lo primero sería aceptar radicalmente que el que algunas de estas sociedades no tengan palabra para nombrar el paisaje no quiere en absoluto decir que se trate de sociedades y de culturas «sin paisaje», mal que le pese a Augustin Berque, quien, como es sabido, entre sus cuatro requerimientos para que exista paisaje incluía el de la existencia de las palabras para designarlo5. Hay que sacar de Europa al paisaje y al estudio del paisaje. Georges Bertrand, uno de los grandes geógrafos del paisaje de los últimos treinta años, sostiene que, más allá de la palabra paisaje, específica de ciertas culturas y sociedades europeas y del Lejano Oriente, existe algo innominado pero universal, un significado sin significante, que él propone llamar «equivalente paisaje» y que sería el «paisaje herramienta» de las sociedades locales (Bertrand, 2008). En estos casos, el pai-saje es la visión local conformada tanto por las dimensiones productivas como por las dimensiones sociales y religiosas. Leía yo recientemente en un artículo sobre el patrimonio paisajístico de Mali, donde las construcciones son de barro,

5. Berque establece cuatro condiciones necesarias para que se pueda considerar que una civi-lización posee una cultura paisajística: primera, que en ella se reconozca el uso de una o más palabras para decir paisaje; segunda, que exista una literatura, oral o escrita, que describa paisajes o cante su belleza; tercera, que existan representaciones pictóricas de paisaje, y cuarta, que posean jardines cultivados por placer (Berque, 1994: 16-17).

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tapial o adobe, y donde la palabra que significa ‘herencia’ quiere decir también ‘ruina’ o ‘construcción’. De modo que sería una paradoja europeizante restringir el patrimonio al monumental de piedra, llamado a perdurar, porque en estas sociedades de lo efímero lo que resulta patrimonial es más bien el proceso de construcción, de reconstrucción de los materiales de la vivienda heredada. El autor afirmaba terminantemente que ya que los europeos les habíamos coloni-zado en la historia, no les impusiéramos su historia.

Todo ello son cuestiones todavía no resueltas o mal resueltas que merece-rían nuestro estudio. Dice Alberto Magnaghi que «bajo la colada de lava de la urbanización contemporánea, sobrevive con gran actualidad una tradición de pensamiento sociourbanístico humanístico (especialmente Morris, Geddes y Mumford) y sobre todo un riquísimo patrimonio territorial, preparado para ser fecundado por nuevos actores sociales que lo quieran cuidar. Este proceso está ya en parte sucediendo allí donde más aguda es la brecha entre crecimien-to económico y bienestar» (Magnaghi, 2011: 48). Para salvar esta distancia, propone un proyecto local, una asociación de verdaderos «territorialistas» y «paisajistas», abierta a todos los militantes de los lugares, de los patrimonios y de los paisajes. Ojalá esta militancia por el paisaje y por el patrimonio pueda organizarse y tener éxito en muchos sitios.

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