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Una Historia de La Música. La Contribución de La Música a La Civilización - Goodall, Howard

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LA MÚSICA

La contribución de la música

a la civilización, de Babilonia a los Beatles

Howard Goodall

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Palafolls 28, 08017 Barcelona, España Tel. (+34) 93 206 07 30

info@antonibosch.com www.antonibosch.com Título original de la obra:

The Story of Music: From Babylon to the Beatles: How Music Has Shaped Civilization

© Howard Goodall, 2013

First published as The Story of Music by Chatto & Windus, an imprint of Random House Group Ltd.

© 2015 de la edición en español: Antoni Bosch editor, S.A. ISBN: 978-84-941267-0-3

Depósito legal: B. 11.552-2015 Diseño de la cubierta: Compañía Maquetación: JesMart

Corrección: Andreu Navarro Impresión: Fotoletra Impreso en España

Printed in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Introducción 11 1 La edad del descubrimiento

40000 a.C.-1450 d.C. 17

2 La edad de la penitencia 1450-1650 57 3 La edad de la invención 1650–1750 91 4 La edad de la elegancia y el sentimiento

1750-1850 137 5 La edad de la tragedia 1850-1890 181 6 La edad de la rebelión 1890-1918 231 7 La edad popular I 1918-1945 273 8 La edad popular II 1945-2012 319 Lista de reproducción 351 Lecturas adicionales 363

Créditos de las imágenes 365

Agradecimientos 369

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Quizá su música favorita haya sido compuesta por Monteverdi en 1600, por Bach en 1700, por Beethoven en 1800, por Elgar en 1900 o por Coldplay en 2000. Sea como fuere, es un hecho inte-resante que todo lo que había que descubrir para producir esa música –sus acordes, melodías y ritmos– ya lo había sido alrededor de 1450.

Por supuesto, no me refiero a los instrumentos que la gente utili-zaba o a las incontables decisiones creativas peculiares que hacen que cada canción, concierto u ópera suenen diferentes, sino más bien a la materia prima: los pilares de la música. Para que Mozart emocionara al público con solo tres acordes dramáticos al comienzo de su ópera

Don Giovanni, alguien tuvo que dar con la idea de tocar más de una

nota a la vez. Para que Gershwin diera a su canción «Summertime» su cautivador acompañamiento sinuoso, con una voz solista aguda cantando simultáneamente, alguien tuvo que descubrir la alquimia de la armonía y la seductora cadencia del ritmo. Y para que yo me siente frente al piano a tocar esas dos obras de arte con la comodidad que me proporciona mi propia casa –de manera fácil y exactamen-te como el compositor lo deseaba–, alguien tuvo que encontrar un modo de transcribir las notas de estas obras junto con las instruccio-nes de cómo interpretarlas.

Ciertamente, es fácil no darse cuenta de lo privilegiados que so-mos el siglo xxi por poder elegir todo tipo de música. Con apretar una tecla, podemos escuchar casi cualquier cosa. Pero hasta finales del siglo xix, incluso el melómano más leal solo podía escuchar su

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pieza favorita tres o cuatro veces en toda su vida. A menos que fue-ses un músico excelente con acceso tanto a partituras como a instru-mentos, era casi imposible llevar a tu casa composiciones musicales complejas. Hasta el nacimiento de la grabación y de la radio, nues-tros ancesnues-tros no tuvieron grandes oportunidades de elegir ni lo que escuchaban ni cuándo lo escuchaban. Por así decirlo, la música es democrática solo desde que la música grabada ha estado disponible, ahora cualquier persona puede decidir simplemente expresando su preferencia por una canción en detrimento de otra, o por un estilo musical en detrimento de otro.

Inevitablemente, sin embargo, esta democratización ha traído consigo sus propios problemas. Antaño, la moda y el gusto musicales eran dictados por unos pocos mecenas e instituciones pudientes que podían, en tiempos prósperos, permitir a los compositores un grado de libertad para experimentar sin miedo a morirse de hambre. Pero lo que se conoce como la era «popular» de la música ha produci-do, inesperadamente, una división entre música de la tradición clá-sica y múclá-sica contemporánea más accesible. Incluso en la tradición clásica, el pasado ha pesado sobre los compositores vivos, a medida que el vasto depósito de música «antigua» se ha ido grabando y re-descubriendo. La música clásica bien pudo haberse extinguido si los compositores no hubiesen convertido su resentimiento en ingenio, volviendo así a conectar con el público por medio de la polinización con otros géneros; las bandas sonoras de las películas son solo un ejemplo de sonidos inspirados por el clasicismo que se adaptan a las formas artísticas populares de hoy en día. Este instinto para adap-tarse y desplazarse con la marea ha sido particularmente evidente –y particularmente necesario– durante los últimos cien años, más o menos, pero siempre ha sido una parte esencial de la vida musical. Si los compositores de todas las épocas no hubiesen tenido la volun-tad de aprender, inventar, tomar presvolun-tado e incluso robar, podríamos todavía estar escuchando canto llano (gregoriano). Colectivamente, hicieron posibles los sonidos que prevalecen en la música occidental contemporánea.

Lo que llamamos música «occidental» –la fórmula por la que casi toda la música sobre la tierra se concibe, se graba y se interpreta hoy en día, y que en los últimos cien años, más o menos, ha absorbido en su seno la mayoría de las «otras» culturas musicales del mun-do– empezó meramente como una rama local de un mapa musical

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global. Las tribus europeo-mediterráneas tenían su estilo de música particular, así como ocurría con las tribus africanas, asiáticas, ameri-canas y de las antípodas (como todavía ocurre). Lo que se convirtió en la categoría genérica «música occidental» fue una amalgama de tendencias musicales egipcias, persas, griegas, celtas, escandinavas y romanas, entre otras. Comenzó, sin embargo, igual que todas las cul-turas musicales tradicionales: de manera improvisada, compartida, espontánea y efímera.

Las otras grandes culturas musicales del mundo, puesto que con-tinuaron siendo improvisadas, al ser las tradiciones orales legadas de padres a hijos, han persistido hasta el día de hoy casi tan inmu-tables como lo han hecho durante milenios. La música indonesia y balinesa, por ejemplo, todavía puede escucharse en formas que han permanecido descaradamente intactas durante siglos. La rama de la música que se desarrolló desde Islandia hasta el mar Caspio, sin embargo, no se paralizó. Sufrió una serie de revoluciones que le otorgaron capacidades nuevas y extraordinarias. Esto no quiere decir que la música occidental, tal como la hemos heredado, sea

mejor que, digamos, la música indonesia.

Más bien es una verdad histórica incuestionable que la rama oc-cidental de la actividad musical se desarrolló de maneras que no se dieron en otras culturas musicales. Gradualmente, pero con un gran espíritu de determinación e invención, el lenguaje y el méto-do de la música occidental se convirtieron en patrones universales que podían adaptarse para acomodar, así parece ahora, cada idea musical en el planeta.

Sin embargo, la narración del extraordinario relato de la evolución de la música es –para alguien que no tenga un título universitario rela-cionado con ella– un misterio. Peor, parece ser un misterio deliberado, envuelto en una jerga arcana y en una categorización desconcertante, santuario y dominio de un club de iniciados privilegiados.

Con el tiempo, hemos ido heredando una serie de etiquetas his-tóricas inexactas y confusas por las que se cataloga la música clásica, casi ninguna de la cuales describe lo que en realidad le estaba ocu-rriendo a la música en épocas anteriores. Tómese el Renacimiento –«re-nacimiento»–, un período entre 1450 y 1600 en el que el arte, la arquitectura, la filosofía y las actitudes sociales realizaron un gran paso adelante. Mientras que es cierto que la música experimentó su propia transformación en este período, sus mayores revoluciones –la

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invención de la notación, de la organización métrica, de la armonía y de la fabricación de instrumentos– habían tenido lugar ya duran-te lo que fue, en muchos otros aspectos de la vida, la larga, oscura, ignorante noche de la Edad Media. Los grandes innovadores del Renacimiento (ninguno de los cuales, por cierto, era músico) se inspiraron en el ejemplo de las antiguas civilizaciones griega y ro-mana –«clásicas»–, aunque no es hasta finales del siglo xviii que llegamos a la era clásica en la música, que ha prestado de manera inapropiada su nombre a toda la rama de música occidental que no es «popular». Entre las dos, tenemos la era barroca, caracteri-zada por un estilo exagerado y una decoración ornamentada en la arquitectura y artes plásticas pero, en cambio, por la pureza y la sobriedad en la música.

Luego está el caótico error de denominación de las mismas notas. La nota de más larga duración en la música, por ejemplo, se llama

bre-ve1. Una breve se subdivide en cuatro minims2; es decir, a «las más cortas

de todas», a pesar de que puede ser dividida más aún, hasta ocho sub-divisiones. La nota conocida como quaver3 en inglés se llama croche en

francés, la anglicanización de la cual, crotchet4, ha pasado a referirse a

una nota de valor doble con respecto a una croche. Los alemanes y los estadounidenses llaman a dos negras half note5, mientras que los

fran-ceses llaman a media croche, croche doble; a una crotchet, noire (negra); y a una minim, blanche (blanca), a pesar de que no son las mismas que las notas negras y blancas de un teclado. La lista continúa.

Anacronismos y callejones sin salida infectan todas las señales de circulación que la música clásica se ha otorgado a sí misma. Las abor-daré una por una mientras progresamos e intentamos deshacer el intrincado embrollo que han dejado en su estela.

Más que nada, sin embargo, este relato de la música que presento se centra más en los sonidos y las sucesivas innovaciones musicales –de como han ido ocurriendo, cronológicamente– que en los músi-cos que fueron preeminentes simplemente porque tuvieron preemi-nencia. Por supuesto, con frecuencia fueron los compositores de re-nombre los que provocaron las revoluciones musicales, pero a veces

1 Goodall utiliza esta palabra en el original. En castellano, se llama «redonda». 2 «blancas».

3 «corchea». 4 «negra». 5 «blanca».

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los agentes del cambio fueron enigmáticos hombres y mujeres cuyos nombres no están tallados sobre los paneles decorativos de las sa-las de concierto del mundo. Estarán todos representados aquí como parte del vasto rompecabezas de la música occidental. Existen ya mi-ríadas de libros que pueden contarles lo que Beethoven escondía bajo su piano o lo que mató a Elvis. A mí solo me interesan ambos si provocaron un cambio musical. (Verán más adelante si alguno de los dos cumple este requisito.)

Pese a que el primer objetivo de este libro es el progreso singu-larmente rápido de la música occidental, se sumergirá necesaria y libremente en los conceptos y las técnicas de otras culturas musica-les, y oscilará desvergonzadamente entre estilos musicales «popula-res», «folclóricos» y «artísticos». En su concepción yace una misión, que es la de volver a narrar la historia de la música de tal forma que llegue a interesar a cualquier persona amante de ella. Mi determi-nación para hacerlo así se ve reforzada por la creencia de que la música, a fin de cuentas, es una unidad y que las divisiones que co-locamos entre períodos y categorías son con frecuencia artificiales.

Los músicos que interpretan toda clase de estilos cada día de sus vidas, que transfieren sin pensárselo dos veces sus habilidades entre géneros, lo dan por supuesto. Ya es hora de que esta verdad se com-parta con todo el mundo.

La historia de la música –las sucesivas olas de descubrimientos, logros e invenciones– es un proceso sin fin. El siguiente gran paso adelante puede tener lugar en un callejón de Pekín o en los en-sayos que se desarrollan en un sótano de Gateshead. Sea cual sea el tipo de música que usted prefiera –Monteverdi o Mantovani, Mozart o Motown, Machaut o Mash-up6–, las técnicas en que se basa no

sucedieron por accidente. Alguien, en algún lugar, pensó en ellas por primera vez. Para narrar este relato necesitamos desalojar de nuestras mentes la compleja cacofonía de nuestra banda sonora diaria e intentar imaginar lo revolucionarias, estimulantes y, sí, ab-solutamente desconcertantes que fueron, para la gente que fue testi-go de su nacimiento, muchísimas de las innovaciones que hoy en día damos por supuestas.

6 El llamado «pop bastardo». Dejo la palabra original inglesa para conservar las aliteraciones del autor.

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Hace no tanto tiempo, la música era un murmullo ocasional en un entorno silencioso. Ahora es tan ubicua como el aire que respira-mos. ¿Cómo diablos ocurrió ese milagro?

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La edad del descubrimiento

40000 a.C. – 1450 d.C.

Usted puede pensar que la música es un lujo, un pasatiempo para hacer la vida humana más placentera. Esta sería una suposición apro-piada en el siglo xxi, pero nuestros antepasados cazadores-recolecto-res no habrían estado de acuerdo. Para ellos, la música era más que un mero entretenimiento.

Las famosas pinturas rupestres de Chauvet, en Francia, hechas por los habitantes de las cavernas del Alto Paleolítico, también

llamada la Edad del Hielo eu-ropea, tienen 32.000 años de antigüedad. Están entre los ejemplos más antiguos que se conservan del arte humano en el mundo, aunque, como otras pinturas rupestres, repre-sentan en su mayoría animales y extrañas figuras femeninas

Las famosas pinturas rupestres de Chauvet, Francia, se encuentran en los puntos de mayor resonancia de una cueva oscura como boca de lobo. Se piensa que los habitantes de las cavernas del Paleolítico cantaban aquí no solo como parte del ritual comunitario, sino también para orientarse.

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simbólicamente fértiles; estas eran, después de todo, gentes que diariamente jugaban con su extinción. Se piensa que las pinturas se crearon y se veneraron como parte de un ritual, y ahora sabemos que la música, de algún tipo, jugaba un importante papel en estos rituales, ya que silbatos y flautas, hechos de hueso, se han hallado en muchas cavernas paleolíticas.

Un hallazgo particularmente anti-guo fue una flauta hecha de hueso de oso, descubierta en una caverna eslo-vena en 1995, que data del 41000 a.C., aproximadamente. Lo que es más im-pactante todavía: en mayo de 2012 un equipo de las universidades de Oxford y Tubinga desenterró unas flautas he-chas de marfil de mamut y de huesos de aves en la caverna de Geißenklöterle, en la región del Jura, en Suabia, en el sur de Alemania, que datan, mediante el carbono 14, de entre el 43.000 y el 42.000 a.C., lo cual los convierte en los instrumentos musicales más antiguos hallados. Serán simples en sus sonidos y limitadas en cuanto a la variedad y, sin embargo, la sección de viento-metal de Duke Ellington y la pobladísima sección de instrumentos de viento-madera de la Filarmónica de Berlín se crearon, algún día, a partir de polvorientos artefactos como estos.

Aunque estas flautas antiguas, engañosamente simples, son casi todo lo que se conserva de la música paleolítica, científicos del cam-po de la acústica han hecho recientemente un extraordinario des-cubrimiento sobre la vital importancia de la música para los habi-tantes de las cavernas de este período. En 2008, investigadores de la Universidad de París aseguraban que las pinturas de Chauvet –que se hallan en redes de túneles enormes, inaccesibles, oscuros como boca de lobo– se encuentran en los puntos de mayor resonancia en la red de cuevas. Desde estos puntos especiales, además, las vo-ces humanas se transmitirían, resonando y rebotando, a través de todo el sistema subterráneo. Se ha sugerido que la gente cantaba no solo como un añadido al ritual común sino, más significativamente,

Esta flauta hecha de hueso se encontró en la cueva Hohle Fels, de la Edad de Piedra, en el sur de Alemania, y se piensa que tiene una antigüedad de 35.000 años.

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como una forma similar a la de la ecolocación de los murciélagos, para proporcionar orientaciones a fin de poder encontrarse en el vasto laberinto de las cuevas, más bien como un sistema de navega-ción musical vía satélite.

Puede que nuestra propia supervivencia cotidiana ya no dependa de nuestra habilidad para cantar, pero nuestros ancestros estaban metidos en algo que se aplica también a las vidas modernas. Sucesi-vos estudios llevados a cabo por todo el mundo han mostrado que cantar permite a los bebés entrenar su cerebro y su memoria para reconocer distinciones de tono como preparación para el completo desarrollo de su consciencia espacial. En la Era Paleolítica, esta era una habilidad absolutamente crucial, cuando la supervivencia de-pendía de saber de qué dirección provenía el rugido de un animal salvaje, qué tamaño tenía y de qué humor podría estar, pero incluso ahora, el canto y el dominio del tono ejercen un gran papel en el desarrollo del lenguaje de un niño. Para un bebé en China, por ejemplo, el reconocimiento del tono es un pilar esencial del lengua-je, y es cierto que, en todas las lenguas, las modulaciones del sonido nos permiten mejorar la sofisticación, la emoción y el significado de nuestras palabras.

Aunque ahora sepamos que la música antigua tuvo un importante papel en sus rituales, en el desarrollo de la comunicación y en el lenguaje, componer una imagen coherente de nuestro primigenio pasado musical es una tarea tristemente difícil, porque la notación musical no fue una práctica común hasta mucho más adelante. Afor-tunadamente, tenemos evidencia de la perenne importancia de la música en la vida pública y privada. La considerable obra artística que los antiguos egipcios dejaron para la posteridad, por ejemplo, nos muestra que ya en su época (3100-670 a.C.) la interpretación musical estaba asociada íntimamente al ejercicio del poder, a los ri-tuales religiosos y seculares, y a las ceremonias de Estado, la danza, el amor y la muerte. Estas piezas artísticas describen una variedad de instrumentos, desde los más simples como el sistrum1 o el sekhem

–un instrumento de percusión que se agita, que se sostiene con las manos, con forma de u– hasta las arpas, cuernos ceremoniales, flau-tas e instrumentos de viento, cuyos sonidos se consiguen soplando en

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un conjunto de juncos, la misma técnica que produce el sonido de la familia moderna de los oboes, fagots y clarinetes. También describen a expertos intérpretes de alto rango, incluyendo a miembros de di-nastías reales y a deidades. La prevalencia de la música en la vida del antiguo Egipto se demuestra por el hecho de que más de un cuarto de todas las tumbas halladas en el yacimiento de la ciudad de Tebas está decorado con iconografía relacionada con la interpretación de música, de un tipo u otro.

Los egipcios no estaban solos en su reverencia por el poder de la música. Los salmos cantados por los sacerdotes del rey David, que unió los reinos de Israel y de Judea en el 1003 a.C., están repletos de referencias a instrumentos y al canto. (La misma palabra griega ψαλμός, sensu stricto, se refiere a una canción religiosa con acom-pañamiento de instrumentos de cuerda que se pulsaban.) Ya solo en un salmo, el número 150, se invoca, en nombre de Dios, el tof (pandereta o pandero), la hasoserah (trompeta), el shofar (cuerno), la kinnor (arpa o lira de forma triangular), el nebel (salterio), el ugav (posiblemente un tipo de órgano o alternativamente una flauta), los mesiltayim (címbalos) y los minnim (un grupo de instrumentos de cuerda sin especificar).

Los salmos de David, Sefer tehillim en hebreo (Libro de alabanzas), todavía se cantan hoy en día, con melodías más recientes; como ta-les, se les puede considerar como la tradición continuada de canto religioso más antigua de la historia de la humanidad. El sucesor de David, Salomón, estableció una escuela de música ligada al templo de Jerusalén, para la formación de músicos.

Sin embargo, no tenemos ni idea de cómo sonaba esta música. Tampoco sabemos cómo sonaba la música de la más antigua civili-zación sumeria (ca. 4500-1940 a.C.) ni la de los egipcios, ni tampo-co –excepto unos potampo-cos fragmentos diminutos de melodías– la de los antiguos griegos (ca. 800-146 a.C.). Las instructivas pinturas y las impresionantes pirámides de los antiguos egipcios han sobrevivido notablemente bien, pero su música ha desaparecido por completo. Simplemente, no tenían forma de anotarla para nosotros.

Los antiguos griegos, para ser justos con ellos, dejaron al menos unos pocos fragmentos dispersos, pero fascinantes, de una forma de notación musical, siendo el ejemplo más completo algunos versos tallados en un complejo funerario del siglo primero. Este «Epitafio de Seikilos» tiene una melodía descifrable que lo acompaña, que

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dura unos diez segundos en total. Pero en general, no se les había ocurrido que fuera importante disponer de una notación musical. Esto es porque la tradición musical griega, como todas las tradicio-nes musicales de la antigüedad, se caracterizaba por la improvisa-ción. Tallar música sobre la piedra, digamos, para que permane-ciera igual en cada interpretación, año sí año también, les habría sorprendido por ser contraria a la idea que tenían de la función y el disfrute de la música. No necesitaban una notación musical. Todo lo cual es muy frustrante para nosotros, ya que tenemos maravillosas evidencias de los instrumentos de bella apariencia de la antigüedad, pero no la manera de darles vida.

La lista más antigua de instrumentos musicales jamás descubier-ta, incluyendo algunas instrucciones sobre cómo tocarlos, fue ha-llada en una tablilla de arcilla en Mesopotamia (actual Irak), y da-tada en el 2600 a.C. Las columnas sobre la tablilla están hechas de escritura cuneiforme que describe varios instrumentos, incluyendo el kinnor, un instrumento similar al arpa portátil, que alternativa-mente se conoce como lira. Una antigua tablilla de arcilla

babilo-El arte egipcio abunda en representaciones de músicos y sus instrumentos, lo cual sugiere que la música era una característica importante de la vida pública

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nia, algo más moderna, datada entre 2000 y 1700 a.C., da detalles básicos sobre cómo aprender a tocar y a afinar un laúd de cuatro cuerdas, incluyendo instrucciones sobre las notas que se deben to-car. Como tal, es la forma más antigua de notación descifrable –aun siendo una notación muy simple– que existe. Desgraciadamente, no se conserva ninguno de estos laúdes.

Pero los arqueólogos han tenido un éxito moderado al desente-rrar otros instrumentos antiguos en todas las esquinas del mundo. Se hallaron varias liras y dos arpas que datan del mismo período que la tablilla de arcilla de Mesopotamia en el gran yacimiento real funerario de la antigua ciudad de Ur (hoy conocida como Tell el-Muqayyar). Una de las liras está decorada con una cabeza de toro dorada, entera, con cuernos largos, y fue enterrada junto con el cuerpo sacrificial de su instrumentista (una mujer). En Egipto, también se han desenterrado ejemplos igualmente impresionantes del tipo de instrumentos representados en el arte antiguo, espe-cialmente un arpa de cinco cuerdas semicircular, encontrada en el

Esta tablilla de arcilla de Mesopotamia (actualmente Irak) data del 2600 a.C. y es la lista más antigua de instrumentos musicales nunca descubierta.

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complejo funerario de Thauenany, sacerdote del faraón Amenho-tep, enterrado alrededor del 1350 a.C.

Alrededor de la misma época, en Suecia –aproximadamente en el 1000 a.C.–, la gente al parecer tocaba instrumentos de metal. Las pin-turas rupestres de la Tumba del Rey en Kivik muestran un número de personas tocando –juntas– lo que parecen cuernos curvos. Cuernos de una forma similar, y de aproximadamente el mismo período, se han conservado hasta hoy en día, como los Brudevaelte Lurs, una serie de seis lurs –cuernos curvos de metal– de la edad de bronce, que fueron hallados en un campo en Zealand, Dinamarca, en 1797. Estaban perfectamente conservados y todavía se pueden tocar hoy en día. Incluso sabemos cómo tocarlos, porque sus boquillas se corresponden casi exactamente con las de cuernos más modernos y, aunque una vez más no tenemos forma de saber qué música se inter-pretaba con ellos, sabemos que su sonido es agudo y penetrante. (En un inusual homenaje a este instrumento intrínsecamente danés, una de las exportaciones más famosas de la nación lleva su nombre. Los paquetes de mantequilla Lurpak todavía presentan un par de lurs en su diseño.)

Lo que los Brudevaelte Lurs nos dicen es que supone un error grave describir la actividad musical del 800 a.C. como «primitiva», ya que estos elaborados

instru-mentos de metal solo pudieron haber sido obra de gentes cul-turalmente sofisticadas, por be-licosas que seguramente fueran. Es importante tener presente que estos instrumentos se fabri-caron y se tañeron quinientos años antes de que los romanos conquistasen Europa. Por todo

El lur, un cuerno curvo de metal, fue un instrumento popular en la Dinamarca de la Edad de Bronce. Una de las exportaciones del país más famosas de hoy en día –la mantequilla Lurpak– presenta el cuerno tanto en su nombre como en su empaquetado.

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el continente –y más allá de él– la gente estaba ideando continua-mente nuevas e ingeniosas formas de hacer música. Pero de todas las civilizaciones antiguas culturalmente sofisticadas que tocaban y disfrutaban de la música durante este período, hay un grupo que emerge muy por encima del resto.

Ninguna civilización, excepto quizá la nuestra, ha valorado, vene-rado y obtenido placer con la música más que los antiguos griegos, cuya cultura dominó el sudeste de Europa y Oriente Próximo duran-te casi seduran-tecientos años, a lo largo del primer milenio a.C., anduran-tes de ser absorbida por el Imperio romano. Incluso la palabra música viene del griego μουσιή –mousike–, que se refiere a los frutos de las nueve musas en literatura, ciencia y las artes.

Hay tres cosas principales que conviene saber sobre los antiguos griegos y su música, incluso antes de que tomemos en consideración que ellos inventaron uno de los instrumentos más influyentes de los milenios posteriores: el órgano. Un físico-ingeniero llamado Ctesi-bio, que vivió en Alejandría durante el tercer siglo a.C., describió e incluso, posiblemente, inventó lo que se conoció como un órgano hidráulico, que utilizaba un tanque de agua para presurizar el aire para los tubos.

La primera cosa principal que hay que saber es que los griegos creían que la música era tanto una ciencia como un arte y que, en consecuencia, desarrollaron teorías y sistemas para la música. Pitá-goras no fue más que uno de una multitud de filósofos-científicos

que trataron de resolver qué era la música y cómo podría relacionarse con las leyes del mundo natural, especialmente su relación con los cuerpos celestiales de planetas y estrellas. Los teóricos griegos lla-maban a los movimientos

orbita-Los antiguos griegos inventaron uno de los instrumentos más influyentes de todos los tiempos: el órgano. Este modelo primigenio era conocido como órgano hydraulis porque utilizaba un tanque de agua para presurizar el aire para los tubos.

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les que observaban en el cielo nocturno «la música de las esferas». Esta curiosidad por la música es algo que los griegos de la época clásica querían inculcar en las generaciones venideras. Cuando más o menos inventaron la idea de una educación sistemática de los jó-venes, merece la pena mencionar que sus primeras siete asignaturas obligatorias fueron la gramática, la retórica, la lógica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Mucho más tarde, pero sin embargo inspiradas por los griegos, las primeras universidades del mundo –Al-Karaouine en Fez, Marruecos (859 d.C.); Bolonia (1088) y Oxford (ca. 1096)– incluían la música en la dieta básica de asigna-turas que enseñaban.

Los griegos creían que estudiar música produciría seres huma-nos mejores, más tolerantes y más nobles. Platón declaró en La

República que «la preparación musical es un instrumento más

po-tente que cualquier otro, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia las partes internas del alma, a las que gloriosa-mente se sujetan, impartiendo gracia y haciendo que aquel que haya sido educado correctamente tenga un alma grácil». Se espe-raba en consecuencia de los jóvenes estudiantes que aprendieran a tocar un instrumento y que interpretaran música a diario, junto a la gimnasia.

Las filosofías griegas acerca de las beneficiosas cualidades de la música sobre el comportamiento humano encuentran sorprenden-tes paralelismos con los escritos influidos por Confucio del segundo y tercer siglo a.C. en China. La creencia china en el potencial de la música (yue) para mejorar y refinar la condición humana era tan profunda que en la dinastía Zhou y en la primigenia Han el control de la actividad musical fue sacralizado en un organismo del Estado específico. Como sus contemporáneos en Grecia, los chinos de la di-nastía Han vieron virtud en la relación entre el tono musical en la música –la distancia relativa entre notas– y el ordenamiento de las estrellas y los planetas que observaban sobre ellos. Se conservan miles de páginas de teoría y de instrucciones que detallan cómo podría ser posible, por medio de un cálculo cuidadoso, de la manipulación del calendario, de la codificación de los elementos de la música y del estu-dio del cosmos, formular una buena gobernanza, basada en el correcto alineamiento de estas fuerzas asociadas.

La segunda cosa principal sobre los griegos y la música es que la trataron como una parte esencial de todos sus rituales significativos.

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Arístides Quintiliano, que vivió en algún momento entre el primer y el tercer siglo d.C., declaró, sobre la vida griega, que: «Verdadera-mente, no hay actividad entre los hombres que se realice sin músi-ca. Los himnos divinos y las ofrendas son adornados con música; las fiestas privadas y las festividades públicas de las ciudades son magni-ficadas con ella; los combates y las marchas se inician y se detienen mediante música. También hace menos penosa la navegación y el remar, y los más pesados trabajos artesanos, produciendo un alivio en las fatigas». Los antiguos griegos reservaban sus grandes emociones musicales, sin embargo, para las competiciones, de las cuales tenían un gran número.

Todo el mundo sabe que los griegos inventaron los Juegos Olím-picos; para los griegos, sin embargo, no era solo correr, luchar desnu-dos y lanzar la jabalina lo que era importante. Los primeros Juegos Olímpicos eran festivales religiosos, así como también deportivos, y como tales habrían incluido algo de interpretación musical. Pero una tradición distinta de competiciones de canto creció separadamente y atrajo a participantes de todo el Mediterráneo oriental dominado por los griegos. Intérpretes y compositores de canciones se reunían en festivales y cantaban las canciones de su tierra para beneficio de un panel de jueces y de un público en directo. (Sí, incluso Factor X es un formato de tres mil años de antigüedad.) La competición más antigua registrada tuvo lugar en Jalkis sobre el 700 a.C., con el poeta Hesíodo manuscribiendo orgullosamente unos pocos versos como celebración de su triunfo en una clase de canto individual. La ciu-dad espartana de Carneia alojó una larga serie de despampanantes concursos de talentos para cantantes que se acompañaban de una cítara, un tipo de lira. (En el 670 a.C., una competición como esta fue ganada por Terpandro, un bardo y experto citarista que, se dice, murió tras atragantarse con un higo que le lanzó un admirador en un concierto.) También había competiciones corales, con atmósfera de festival y gran cantidad de coreografía grupal, versiones antiguas, si se quiere, de los carnavales actuales en Río de Janeiro, Trinidad y Notting Hill.

La importancia de estas competiciones es que dieron pie a que surgiera una nueva clase de músicos de élite –individuos y grupos que luchaban por la excelencia musical, que podían ganar dinero y premios por sus esfuerzos–. Se exhibía a niños peculiarmente ta-lentosos durante estos acontecimientos, tal como se ha hecho desde

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entonces. Hasta este momen-to, la música había sido algo en lo que todo el mundo po-día participar, una actividad comunal, como el canto de una tribu en el monte. Los griegos comenzaron un pro-ceso que se convirtió en algo inusualmente extremo en la música occidental: el énfasis sobre una clase de personajes excepcionales cuya brillantez pretendía provocar sobrecogi-miento y embeleso en los co-razones de los oyentes.

La tercera cosa que con-viene saber sobre los griegos y su música es que, al inventar el drama europeo, en efecto inventaron el musical, puesto que sus dramas estaban todos

acompañados por música y canto coral, declamación (cercana a la noción moderna del rap) o cántico. Sus anfiteatros que todavía so-breviven, esparcidos alrededor del Mediterráneo oriental, están en-tre los recordatorios más vívidos de la sofisticación artística de su civi-lización. Mientras que consideramos que los papeles del escritor, del poeta, del director, del actor, del bailarín, del cantante y del compo-sitor son profesiones diferentes, las demarcaciones eran mucho más difusas en la antigua Grecia, con grandes dramaturgos realizando muchas de estas funciones, si no todas. El extremo al que el drama y la música eran considerados inseparables por los griegos, un ideal buscado una y otra vez, siglos más tarde, por los compositores de ópe-ra, lo indica el hecho de que la palabra orquesta es el término griego para el escenario en sus anfiteatros.

Un número de notables dramas griegos versan sobre la música. El argumento del drama satírico Las ranas, de Aristófanes, del 405 a.C., por ejemplo, como la historia de Orfeo y Eurídice, trata de una com-petición de poesía y canto a vida o muerte en el Hades. Y fueron comedias griegas como esta (así como también tragedias griegas) las

La kithara –un tipo de lira– aparece de manera prominente en artefactos de la Antigua Grecia, como este jarrón del siglo v a.C.

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que inspiraron la fabulación en Italia, en 1600 más o menos, del con-cepto de una forma de teatro cantado: la ópera. Es apropiado que la primera gran ópera, compuesta por Monteverdi en 1607, presente a un héroe que afronta un desafío de canto a vida o muerte en el Hades, Orfeo. Dicho esto, sospecho que la escala y la popularidad de estos dramas representados en los anfiteatros entre la gente común en las antiguas Grecia y Esparta, y su origen en los festivales religiosos y corales, los ponen más cerca, como experiencia, de los oratorios del siglo xviii de Haendel, como su Mesías, que llenaban los teatros, o in-cluso del musical del siglo xx, una forma que la mayoría de las veces creaba un relato a partir de canciones, en contraste con la ópera, que tendía a crear canciones a partir de un relato. Pero ante la ausencia de una notación conservada de la música que se interpretaba en las obras de teatro de Aristófanes y de otros, debemos una vez más resig-narnos a la frustración y a la especulación.

La cultura helenística fue absorbida en su momento en la del Impe-rio romano, y aunque podemos ver, por medio de pinturas, frisos y cerámicas, que los romanos estaban rodeados de la música y sus con-venciones, tampoco ellos sintieron la necesidad de anotarla.

Si algo importante sabemos sobre los romanos y su música es que tenían una particular querencia por el órgano, que figuraba como acompañamiento musical para justas de gladiadores y otros entrete-nimientos públicos a gran escala. Por supuesto, habían heredado la tecnología del órgano hidráulico de Ctesibio –el nombre organum, asimismo, viene del griego organon, que significa instrumento o he-rramienta–. El ejemplo más antiguo que sobrevive del órgano hidráu-lico, que data del 228 d.C., fue descubierto en 1931 en la ciudad romana de Aquincum (la moderna Budapest), pero fue durante el mismo siglo –el tercer siglo d.C.– que el método greco-romano de utilizar agua para comprimir el aire fue reemplazado por un sistema de fuelles de cuero, prototipos de todos los órganos ulteriores ali-mentados por fuelles.

Lo que los romanos interpretaban al órgano es, por supuesto, ma-teria de conjetura. El vasto conjunto de mama-terial escrito que nos dejó la época romana nos indica que, si hubiesen desarrollado algún tipo de notación musical, algún fragmento o mención de ella habría so-brevivido, pero no ha sido así. En consecuencia, su música está tan silenciosa como las habitaciones vacías de Pompeya.

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O casi. Un frágil hilo musical sí sobrevivió al colapso de la civi-lización greco-romana, dando lugar a lo que parecían en principio unos acontecimientos insignificantes en un problemático territorio fronterizo. Me refiero al inestable reino marioneta de Judea, o lo que llamamos ahora Palestina e Israel. En los rescoldos de los últimos días del Imperio romano, somos capaces, entre siglos de silencio, de escuchar el único legado musical del mundo antiguo.

En el año 70 d.C., el ejército romano, exasperado por años de rebe-liones en Judea, saqueó la ciudad de Jerusalén y destruyó el Templo de los Israelitas. Esto propició un gran éxito a la hora de silenciar una tradición que se había conservado quizá durante mil años –la de cantar salmos en hebreo en el templo–, pero la interrupción fue solo temporal; después de todo, la tradición del canto, si no los mis-mos cantos hebreos, fue en su momento retomada por una secta escindida llamada Cristianismo. Hasta hace poco se suponía que las primeras reuniones cristianas debían de haber estado fuertemente influidas por los servicios de las sinagogas a los que reemplazaban, pero investigaciones recientes han demostrado que el canto cristia-no se desarrolló a partir del canto hímnico, más que a partir de los salmos, y que era diferente en su carácter –con toda probabilidad, intencionadamente– de su predecesor judío. Debe aplicarse un ele-mento de cautela a estas conclusiones, ante la ausencia de una sal-modia judía conservada de antes de la destrucción del Templo, pero lo que está claro es que, en el período de setecientos años durante el que el canto judío cayó en el olvido, el canto cristiano se extendió vigorosamente. Se vio sustancialmente reforzado cuando se legalizó la religión cristiana y fue abiertamente practicada siguiendo el Edic-to de Milán de 313 d.C.

La retirada gradual del ejército romano y de la autoridad admi-nistrativa de Roma a lo largo de Europa occidental entre el 300 y el 400 d.C. dejaron detrás un cuadro caótico, fragmentado. Sin em-bargo, es una exageración concluir que toda la cultura desapareciera con los romanos y que los europeos se quedaran trasegando por ahí en un mar de ignorancia y brutalidad, con unos pocos asentamientos monásticos manteniendo la llama de la civilización. Para empezar, depende mucho de a qué europeos nos referimos.

El reino de Armenia, por ejemplo, estableció el cristianismo como religión oficial en el 301, y los armenios se aferraron a su

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independencia religiosa incluso cuando fueron anexionados a los posteriores imperios persa y árabe. La catedral Etchmiadzin se completó en el 303 bajo la supervisión de san Gregorio el Ilu-minador, y puede considerarse la más antigua iglesia del mundo construida específicamente como tal, al haber sido todos los an-teriores lugares de culto adaptados a partir de edificios religiosos existentes, incluyendo templos romanos y judíos. La catedral de Etchmiadzin todavía se levanta hoy en día, como impresionante refutación de la noción de que el período que siguió a la caída de Roma significara el fin temporal de la civilización. Una contradic-ción incluso más espectacular de la expresión «Edad oscura» es la Basílica de Santa Sofía en la moderna Estambul, entonces Constan-tinopla, cuya construcción comenzó en el 537 y cuya espectacular cúpula –en buena parte rediseñada y apuntalada en la década de los sesenta del siglo vi– no fue superada en su grandeza e inventiva durante casi mil años.

Ciertamente, todo lo que ocurrió mientras el poder de Roma se retiraba de la Europa noroccidental es que su civilización se reubicó en Constantinopla, que continuó siendo un lugar de esplendor cul-tural durante cientos de años. El canto de salmos e himnos y la pre-paración de cantantes para ese propósito pueden haber estado en la parte baja de la lista de prioridades en el anárquico erial de Francia o Inglaterra inmediatamente después de la retirada de la administra-ción imperial romana, pero la misma Iglesia de Roma estableció su Escuela de Canto (Schola Cantorum) en el 350 y una notable actividad musical también estaba teniendo lugar en el Imperio bizantino (o romano de Oriente). Hostilidades ulteriores entre los poderes orien-tales y occidenorien-tales nos han cegado hasta el punto de que la civili-zación europea que hemos heredado agradecidamente se alimentó, enriqueció y desarrolló en lugares que están ahora asociados con el mundo árabe, islámico y ortodoxo oriental.

Sabemos que el cántico, o el canto religioso de algún tipo, esta-ba vivito y coleando en la mitad bizantina de Europa en, al menos, los siglos iii y iv, porque una parte de él sobrevive en forma escrita. En la colección papirológica de la Sackler Library, de la Universidad de Oxford, se halla el himno cristiano conservado más antiguo del mundo, que presenta una forma de notación indescifrable hoy en día. Fue desenterrado por arqueólogos de Oxford en la parcialmen-te enparcialmen-terrada ciudad de Oxirrinco, en Egipto, a finales del siglo xix.

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Gracias a estas excavaciones y a otras, la Sackler Library contiene la mayor colección de antiguos manuscritos clásicos del mundo. El him-no de Oxirrinco, escrito en griego antiguo, data de finales del siglo iii, así que tiene una antigüedad de casi dos mil años.

Mientras tanto, en Europa septentrional y occidental, el menguo de la influencia romana provocó una ola de guerras locales, ya que las tribus luchaban por la supremacía territorial, pero no todas estas tribus eran «bárbaras», en el sentido genérico de que sus miembros eran vándalos analfabetos, saqueadores. En la sepultura del rey an-glosajón Raedwald, de principios del siglo vii, en Sutton Hoo, en Suffolk, por ejemplo, junto con toda clase de tesoros culturales, ro-pajes, joyas, armas y demás, se hallan los restos de una gran lira de seis cuerdas, una forma de arpa portátil que es comparable a las del mundo antiguo. Por supuesto, no sabemos cómo sonaba la música que se interpretaba con esta lira, aunque podamos rasguear sus cuer-das y admirar su artesanía. No sabemos si a sus músicos se les ocurrió tocar más de una cuerda a la vez, como un acorde, o si se limitaban a melodías de una nota a la vez. Asimismo, aunque sepamos que en la China de principios del siglo vii había «orquestas» de instrumentos que tocaban juntos, lo que tocaban son conjeturas.

Es posible, sin embargo, reconstruir, hasta cierto punto, los cánti-cos que se interpretaban en iglesias y abadías, desde más o menos el siglo iv hacia delante, a partir de manuscritos de varios tipos. Incluso donde la notación antigua utilizada era tosca o confusa, los mismos cánticos siguieron cantándose sin alteración significativa hasta el pe-ríodo en que una notación fiable sí existió. Lo increíble es que, du-rante los primeros cientos de años del primer milenio d.C., antes de que emergiera un sistema de notación, todos los cánticos que curas y monjas cantaban se memorizaban. Se legaban de manera oral, de monje a monje, de monja a monja, meticulosa, pacientemente, de un siglo a otro. Este cántico, llamado también canto llano, con fre-cuencia se ha definido por defecto como «canto gregoriano», por Gregorio el Grande, que fue papa a finales del siglo vi. Es bello, an-tiguo, misterioso y –en su increíble examen de la memoria humana– milagroso. Lo que es, ahora lo sabemos, no tiene nada que ver con el papa Gregorio.

De hecho, el canto llano se desarrolló gradual y separadamente por toda la Europa cristiana, según gustos y tradiciones locales. Ha-bía canto galicano en Francia, canto ambrosiano en la Italia

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septen-trional, canto beneventano en la Italia meridional, canto mozárabe en España y canto Sarum en las Islas Británicas (la Sarum romana se convirtió en el siglo xiii en la ciudad inglesa moderna de Salisbury). Pero lo que todo este tipo de canto tiene en común es que se memo-rizaba: una melodía sinuosa sin acompañamiento ni armonía, cuyo nombre (griego) es monofónico: una voz.

El canto llano es nuestro único vínculo con los músicos de los pri-meros mil años d.C. Debemos su supervivencia hasta la era moderna a dos gigantescos descubrimientos musicales que comenzaron a ha-cer notar su presencia en los dos siglos anteriores al 1000 d.C. Para entender el significado de estos dos descubrimientos, necesitamos trasladarnos hacia el pasado, hacia el mundo sonoro de este período, hace mil quinientos años.

Se trata de la misa del domingo por la mañana, en una abadía o en una catedral. Algunos monjes cantan una sección del canto llano, jun-tos, al unísono. Tras un par de generaciones, alguien piensa que sería una buena idea añadir a algunos muchachos al coro, para alimentar-los y vestiralimentar-los y manteneralimentar-los lejos de alimentar-los problemas, y para comenzar el largo, lento proceso de enseñarles de memoria el repertorio com-pleto de canto llano para el año eclesiástico.

El efecto musical de añadir a unos niños es que ahora hay dos par-tes paralelas de música, no solo una, puesto que las voces de los niños son más agudas que las de los hombres. La versión más aguda que los niños cantan se compone de notas idénticas a la de los hombres, pero en un registro más alto; así que hay una distancia fijada, natural, entre las dos partes de música idénticas. La distancia fijada entre una nota y su sosias más agudo es algo que ocurre en la naturaleza; no-sotros los humanos no la inventamos, solo la hallamos merodeando detrás de todos los sonidos musicales.

Puedo aclarar esta relación natural «secreta» entre una nota y su correspondiente más aguda ilustrando la magia del tono musical. Si punteo alguna cuerda de una guitarra o soplo por el extremo de algún tubo, la longitud de la cuerda o la longitud de la columna de aire determinarán cuán aguda o grave será mi nota. Podemos llamar a esa nota como queramos, pero también podemos llamarla la, y cuando hablamos de cuán aguda o grave suena la, hablamos de su «tono». Si tañes una banda elástica, se producirá un tono; si la estiras de for-ma que se alargue y se tense, el tono de la nota habrá cambiado.

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En la creación musical antigua, el tono se fijaba –se definía– solo por la longitud de tu cuerda o de tu flauta, de ahí la necesidad de una etiqueta como la para denotar el mismo sonido producido en instru-mentos de diferentes formas. Hoy en día, somos capaces de fijar el tono utilizando una medición electrónica, los hercios, que da a cada tono un valor numérico, aunque nos hemos atascado con los nom-bres alfabéticos2, por su facilidad de uso. (A propósito, la nota la, que

las orquestas modernas utilizan como referencia para afinar –nor-malmente tocada por el oboe–, fue establecida como frecuencia de onda sonora de 440 hercios, por medio de un acuerdo internacional durante los años treinta del siglo xx, y había sido tipificada previa-mente en algunos países con los ligeraprevia-mente más bajos 435 hercios. Antes de que la electricidad hiciera posible todo esto, la podía tener diferentes entonaciones no solo en diferentes países, sino también de pueblo en pueblo o incluso de instrumento en instrumento. Los órganos y otros instrumentos que se conservan desde los tiempos de Bach indican que el tono promedio era más bajo entonces de lo que es ahora, así que su música en su mayor parte se interpreta teniendo en cuenta la nota la = 415 hercios. Asimismo, la música de Mozart y Haydn se interpreta a veces teniendo en cuenta la «históricamente auténtica» frecuencia de la = 430 hercios.)

Aquí está el momento mágico. Si rasgueo de nuevo la cuerda de mi guitarra, pero esta vez poniendo con mucha delicadeza un dedo a la mitad de su longitud, suena una versión más aguda de la nota

la; llamémosla la pequeña. Si lleno de agua la mitad de mi flauta

o tubo reduciendo la longitud del instrumento a la mitad, la nue-va nota que suena cuando soplo sobre él es, también, la pequeña.

La pequeña y la grande estuvieron siempre ahí, pero fue necesario

algo de empeño para hacer que la pequeña se revelase. De hecho, cada vez que escuchamos la grande también escuchamos la peque-ña, oculta en ella, puesto que es parte de la amplia gama de sonidos de la grande.

En términos musicales, decimos que la pequeña es una octava más alta que la grande y que la grande es una octava más baja que la pequeña. Esta distancia natural se llamó originalmente octava, que 2 La notación musical anglosajona es diferente: A, B, C, D, E, F, G corresponden, res-pectivamente, a la, si, do, re, mi, fa, sol. Por eso, el autor menciona los «nombres alfabéticos» algo que obviamente no puede trasladarse a la traducción.

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quiere decir «ocho», porque en la Iglesia medieval solo había ocho notas entre las que elegir, con una de esas notas de octava a cada extremo de las ocho. Desde los antiguos griegos hasta la Reforma, se creía que ciertas notas musicales tenían un efecto seductor peligroso y que necesitaban ser ilegalizadas por las autoridades; esta restric-ción de ocho notas fue motivada por el deseo de la Iglesia medieval de simplificar y ordenar la potencial barra libre musical. Más tarde,

octava vino a significar un conjunto de doce notas, no de ocho, y nos

encasquetaron el descriptor equivocado para siempre, pero ya habla-remos de eso cuando llegue el momento. Por ahora, a principios de la Edad Media, que octava signifique ocho es una justa definición de la relación entre la grande y la pequeña.

Monjes y niños del coro cantaron juntos, separados por una octa-va, durante mucho tiempo. Pero esta idea, tener dos notas como una, propició una idea más revolucionaria: ¿qué pasaría si tuviésemos dos notas que no estuvieran separadas por una octava? No solo la grande y la pequeña, sino la grande y mi grande, por ejemplo.

Lo crean o no, a los músicos medievales no se les ocurrió esta posi-bilidad durante siglos. Fue como si descubriesen el negro y el blanco, luego quizá el marrón, pero nunca pensaron en buscar más colores. De hecho, el proceso de ganar a duras penas esas pocas notas lle-vó tanto tiempo que ni siquiera sabemos en qué siglo ocurrió. Algo antes del año 800: es todo lo que les puedo decir. Este fue un gran avance: establecer dos partes vocales que cantan al mismo tiempo, aunque cantando notas ligeramente distintas. Sin embargo, cuando los monjes musicales finalmente comenzaron a hacerlo, su cautela fue enorme.

Tomaron el canto llano original y añadieron una segunda parte que corría exactamente en paralelo a la primera, a una ligera distan-cia, como dos vías de ferrocarril. Normalmente era la nota entonada cinco peldaños por encima de la escala (de ocho) que utilizaban para las nuevas piezas. La razón para usar un tono cinco peldaños por encima en la escala (o cuatro por debajo, si van ustedes en dirección descendente) es que este tono, como la octava, tiene una resonancia natural en todos los sonidos. Creamos la pequeña al reducir a la mitad nuestra cuerda tensa de guitarra. Si hubiésemos dividido la longitud de la cuerda en un tercio en lugar de la mitad, produciríamos pre-cisamente este tono; si hubiésemos comenzado en la, ahora tendría-mos mi. Estas resonancias las causa un fenómeno conocido como serie

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armónica, con la que nos encontraremos en un capítulo posterior. Por

ahora, basta con saber que las notas en el cuarto o quinto peldaño de la escala musical medieval se derivaban de lo que se consideraban proporciones matemáticas «perfectas» y eran, por tanto, la primera opción del monje para añadir un tono adicional. Los músicos ecle-siásticos medievales denominaban órganum a la técnica de hacer co-rrer dos notas en paralelo, que improvisaban en el mismo momento, porque a sus oídos sonaba como un órgano. Lo cual es así. El término griego para dos o más partes vocales que cantan juntas es polifónico: muchas voces.

El órganum se hizo muy popular por toda Europa –tanto, me atrevo a decir, que se hizo pesado–. Alrededor del 800, probable-mente lo habrían escuchado en cualquier abadía en la que hubie-sen recalado desde Italia hasta Northumbria. Pero el entusiasmo de convertir una melodía en dos sin coste adicional tuvo otro resulta-do: un órganum donde una voz permanecía fija. Esta versión tiene como base el canto llano, pero en lugar de añadir otra parte que siga sus contornos como dos raíles paralelos, la nueva parte adicio-nal no se mueve. Solo mantiene una nota sostenida, un sonido que se conoce como bordón. Sostener el bordón, sin embargo, resultó ser terriblemente aburrido de interpretar, por no mencionar bas-tante agotador, así que en lugar de eso la mayoría de las veces se interpretaba con un instrumento: un órgano, quizá, o instrumentos casi olvidados hoy en día como la rota galesa, el salterio, el organillo y la chifonía. Estos instrumentos compartían la habilidad de gene-rar una nota sostenida aparentemente a perpetuidad, sin descanso para tomar aliento o cambiar la disposición de los dedos. Un arco moviéndose hacia detrás o hacia delante sobre una cuerda o un me-canismo manual que giraba el filo de una rueda contra una cuerda eran las soluciones más comunes. Un órgano podía continuar inde-finidamente mientras tuviera a alguien, o a un grupo de personas, que bombearan sus fuelles.

La razón para añadir un bordón a la melodía de un cántico era que nuevas combinaciones de notas se iban creando mientras la par-te de la melodía se movía más cerca o más lejos del bordón. Si imagi-namos un órganum paralelo como unas vías de ferrocarril serpentean-do por el campo, el bordón se parece más a un gráfico en el que una línea se mueve y la otra permanece recta.

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Es un concepto que sobrevive hasta hoy en día en la música para gaita. La antigua (y sorprendente) conexión de la gaita con el canto llano se conserva en la denominación de sus partes: el tubo perfora-do con el que tocas la melodía todavía se llama «zampoña»3.

Al pasar del tiempo, músicos más aventureros, como la compo-sitora bizantina del siglo ix Kassia de Constantinopla, comenzaron a mezclar el estilo paralelo del órganum con el estilo del bordón. La sobrecogedora música de Kassia se ha grabado recientemente por primera vez en mil años, y refuta con gracia el supuesto de que el desarrollo de la música antigua haya sido exclusivamente obra de los hombres.

Estos nuevos efectos sonoros estratificados, construidos a partir de melodías de canto llano, se estaban acercando a lo que hoy llamaría-mos «armonía»; esto es, la existencia y explotación de grupos de notas simultáneas. Este fue el primer paso de gigante que dieron nuestros antepasados medievales mientras se acercaba el año 1000.

El otro fue alterar dramáticamente el curso de la historia de la música. Fue la invención de una notación musical fiable, adopta-da universalmente. Se necesitó a un monje italiano, inmortalizado como Guido de Arezzo, para dar con el código en el año 1000 d.C., aproximadamente, y para otorgar a la música occidental su sistema de notación único, todavía en uso hoy en día. Su sistema se basó en un intento anterior por transcribir una tonada y merece la pena 3 En inglés, chanter, palabra muy relacionada con chant, canto. Si estiramos un poco la etimología de la palabra zampoña (del lat. symphonĭa, instrumento musical, y este del gr. συμφωνία), podríamos encontrar una relación parecida, aunque no tan cercana.

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rastrear el viaje desde una transmisión enteramente oral hasta la transmisión escrita.

Lo que los intérpretes de canto llano tenían frente a ellos en los siglos anteriores al 800 d.C., aproximadamente, era el texto en latín de lo que estaban cantando. Solo el texto. Tenían que memorizar la melodía. Había, por ejemplo, 150 salmos en el repertorio eclesiástico convencional y todos ellos tenían sus propias melodías. Algunos de los más largos tenían múltiples melodías dispuestas en secuencias. A esto se añadían oraciones, responsos, cánticos, himnos y las pala-bras de las diversas misas: unos cuantos miles de tonadas a lo largo del calendario eclesiástico, muchas de ellas –gracias al exiguo fondo común disponible de ocho notas– preocupantemente similares entre ellas. Esta es una de las más espectaculares hazañas de la memoria en la historia de la raza humana. Pero también es un poco demencial. Así que se juzgó sumamente conveniente hallar una forma de recor-dar a los cantantes cuál podría ser la tonada de un pasaje determina-do. Los músicos medievales comenzaron su búsqueda añadiendo al texto lo que parece estenografía.

El manuscrito más antiguo del mundo conservado de un órganum paralelo de dos voces puede verse en la Bodleian Library, Oxford, como parte de un libro titulado El tropario de Winchester. Tiene una antigüedad de mil años, aproximadamente contemporáneo de un informe de un órgano en la catedral de Winchester que presumía de tener unos extraordinarios 400 tubos. Si ustedes pensaban que la marcha de los romanos causó que las Islas Británicas descendieran a un salvajismo sin sentido que no sería revertido hasta la conquista normanda de 1066, piénsenlo dos veces. El tropario de la catedral de Winchester para órganum de dos voces y su glorioso órgano de tubos de 400 voces fueron obra de cristianos anglosajones.

El tropario de Winchester contiene el texto latino que se destinaba

a ser cantado, con varios acentos e inflexiones sobre él y al margen, para indicar al monje o a la monja qué clase de melodía se suponía que estaban entonando. El tropario no es único, sin embargo: entre el 650, más o menos, y el 1000, un sistema improvisado de marcas pequeñas, sobre el texto, llegó a ser habitual en los libros de cánticos por toda Europa occidental. Las marcas se llamaban neumas (de la palabra griega πνεῦμα, que significa aliento) y probablemente se

ins-piraron en marcas similares en textos hebreos masoréticos del Viejo Testamento, que fueron transcritos entre los siglos vii y x, y en

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tra-ducciones latinas arcaicas ulteriores. Los sonidos vocálicos no se escribían en hebreo antiguo, así que los acentos y las marcas alrede-dor del texto indicaban la pronunciación correcta y las instruccio-nes para el canto. Similarmente, los neumas estaban ahí para dar alguna indicación sobre si la nota de la melodía subía o bajaba en una palabra concreta y eran, ciertamente, un paso en la dirección correcta.

Los neumas tenían, sin embargo, un gran defecto: eran, esencial-mente, un modo de refrescar la memoria del cantante, recordándole una tonada que ya conocía. No podían ayudarle a repentizar una

Una de las formas más antiguas de notación musical tenía que ver con los neumas –marcas sobre el texto de una canción–, pero solo eran útiles para

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nueva tonada partiendo de cero. Podían más bien, como en un mapa de carreteras con todos los topónimos eliminados, ver todas las ca-racterísticas –los ríos y carreteras musicales–, pero sin una pista sobre

dónde estaba todo esto en relación con todo lo demás. Los neumas

eran solo para personas que ya conocían el camino.

Numerosos músicos intentaron formular maneras de mejorar los neumas, incluyendo a un monje francés del siglo ix llamado Hucbald, que sugirió dar a los tonos de las notas un nombre alfabético –ABC-DE, etc.–, algo que todavía hacemos. Para ser justos, Hucbald simple-mente experimentó con este concepto, en lugar de inventarlo; había estado circulando por medio de teorías musicales desde la antigüe-dad, como de hecho ocurría en los sistemas musicales de la India y de China. También jugueteó con la idea de hacer que las palabras se moviesen arriba y abajo con la forma de la melodía. Quizá no sea sorprendente que esto no se pusiese de moda.

Entra en escena, por fin, Guido de Arezzo y su excepcional lo-gro. Su trabajo en la catedral de Arezzo era enseñar a los jóvenes cantantes del coro y había calculado que enseñarles todo el reperto-rio eclesiástico de canto llano de oído, como a los loros, llevaría más de diez años. Lo que necesitaba desesperadamente era un método de notación que se pudiese leer y convertir en canto de manera visual y emprendió el desarrollo de un dispositivo que ahorraba tiempo. Sus

Esta forma imaginativa aunque nada práctica de notación primigenia, atribui-da a un monje francés del siglo ix llamado Hucbald, hacía que las palabras se

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métodos eran simples y claros. Primero dio a los neumas una forma normalizada, fácil de leer. Cada nota tenía su propio borrón identi-ficable, una marca sobre la página, y se colocaban en el orden, de izquierda a derecha, en que se quería que se cantaran.

Luego trazó cuatro líneas rectas sobre las cuales se colocarían las no-tas, así que era instantáneamente posible ver las posiciones relativas de cada nota:

Actualmente llamamos a esa colección de líneas pentagrama4.

Colo-reó de rojo la segunda línea desde arriba, para dar a cada melodía una referencia absoluta con respecto a todas las demás melodías. La posición de cada nota representaba su posición con respecto al tono, esto es, si era un la, un si o cualquier otra nota. Si la tonada subía, las notas subían, paso a paso. Este método se ha refinado con los años, por ejemplo, al alterar las formas del borrón para indicar la duración de la nota o al agrupar notas juntas en racimos para indicar un ritmo, y con el tiempo sus cuatro líneas se convirtieron en cinco, pero es esencialmente el mismo sistema para escribir música que se utiliza universalmente en el siglo xxi.

Guido le había dado por fin su mapa a la música. De aquí en ade-lante –alrededor del año 1000 d.C.– se podía escribir una melodía y alguien la podía reproducir cantada, aunque no la hubiese visto u oído con anterioridad. Fue una revolución. En un siglo, la notación de Guido comenzó a aflorar en monasterios de casi todas partes. Ex-cepto en la Iglesia Ortodoxa Oriental, que se atascó en sus neumas.

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Una de las consecuencias más importantes de la notación fue la for-ma en que cambió el cómo se componía música. En lugar de ocurrír-sele a alguien una melodía y luego enseñarla a sus conocidos con la esperanza de que estos, a su vez, la transmitiesen sin modificación a todos sus conocidos, generación tras generación, a lo largo de los siglos, ahora un compositor podía escribir la música, como las pala-bras, sobre el papel. De esta manera se quedaría inalterada para siem-pre, mientras el papel no se desintegrase. Este solo hecho permitió que la aproximación a la música fuese más ambiciosa.

Un relato que tiene que memorizarse y expresarse en voz alta es necesariamente menos complejo que una novela que puede es-cribirse y que tiene una mayor duración temporal. Así ocurrió con la música, cuya complejidad aumentó con la invención de la ción musical. Tanto es así que, no mucho después de que la nota-ción fuera haciéndose habitual, comenzamos a ver los nombres de los compositores acompañando a las piezas. Esto no es una coin-cidencia. Si puedes poner algo por escrito, puedes afirmar que es tuyo. Intenta afirmar que una idea es tuya porque se la contaste a alguien en un pub.

Uno de los primeros compositores dignos de ser conocidos fue una mujer, una mujer alemana espectacularmente inteligente e ima-ginativa, Hildergard von Bingen, que nació en 1098. Fue también científica, monja, poetisa, visionaria y diplomática, y su música toda-vía es interpretada y admirada, casi mil años después.

La música imaginativa, lírica y reflexiva de Hildegard representa un punto de inflexión entre dos épocas. Todavía suena esencialmen-te como una vívida varianesencialmen-te del canto llano, pero ella embelleció el contorno de la melodía con toques propios. Mientras que el vas-to conjunvas-to de canvas-to llano eclesiástico que existía antes de Hilde-gard suena (intencionadamente) discreto y anónimo, sus poéticas canciones sacras tienen carácter, estilo. Fue muy famosa en su tiem-po: nacida en el seno de la nobleza, se convirtió en abadesa de una floreciente comunidad benedictina que ella misma había fundado, situada en una de las arterias más concurridas de Europa, el río Rin, donde muchos peregrinos y prestigiosos invitados acudieron a visitar-la, los cuales ulteriormente corrieron la voz por el continente sobre sus obras científicas, políticas y artísticas. Mantuvo correspondencia con el papa y con el emperador del Sacro Imperio Romano. Desde un punto de vista musical cabe destacar que estuvo entre los

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prime-ros compositores de una nueva corriente que buscaba alejarse del conformismo y de la rígida tradición del canto llano, al añadir orna-mentación y detalles melódicos que quedaban fuera de los estrictos límites del método convencional. En lugar de basarse en los archi-probados cantos, como había sido la norma en siglos precedentes, Hildegard creó sus propias canciones. Esto nos parece normal, pero en el siglo xii era tan atrevido como inesperado.

Las revoluciones, tanto en la notación como en la armonía durante este período, habían estado gestándose durante cientos de años, pero una vez llegado su momento, el ritmo de la innovación se aceleró rá-pidamente. La superposición de varias voces y de su correspondiente notación abrió paso a un período de gran experimentación y aventura –particularmente con respecto a la armonía– y gracias a ello la música occidental, alrededor del 1100, era ya totalmente distinta de cualquier otra cultura musical que hubiese existido hasta entonces.

Durante la época de Hildegard, un grupo de jóvenes composito-res que trabajaban en Notre Dame, en París, se había hecho famoso por su radical empleo de la armonía. El pionero de este grupo se llamaba Léonin, y para los patrones de principios del siglo xii era tan prolífico como admirado, al combinar regularmente melodías de canto llano con una segunda voz, una técnica ahora conocida como organum duplum. Su mayor legado a la música, sin embargo, es la inspiración que propició en su joven colega, y posiblemente discípulo, Pérotin.

Lo que hizo Pérotin fue formular una pregunta muy simple: ¿qué ocurriría si se tuvieran más de dos partes vocales que cantaran al mis-mo tiempo? ¿Cómis-mo sonaría oír tres o cuatro notas simultáneamente? Semejante grupo de notas, que conocemos como acorde, ni siquiera tenía un nombre en aquella época, tan novedoso era su concepto. Pérotin nos asombra, incluso hoy en día, como una fuerza creativa irreprimiblemente aventurera, un compositor explosivo que conci-bió y puso por escrito los grupos de notas simultáneas más complejos que se habían escuchado nunca. En las décadas y siglos que vendrían, con frecuencia se entablarían feroces debates sobre lo que constituía una combinación de notas apropiada, o sobre qué grupo era bello, o feo, o seductor, o discordante. Pero nada de esto importaba a Pérotin. Era como un niño en una tienda de caramelos, metiendo a presión notas juntas para ver qué efecto podían producir. Fue

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realmente el primer radical de la música, al que se refirieron en una crónica de la época como «Pérotin el Maestro». La armonía hecha a partir de acordes cobró vida en su música para cuatro voces, aunque algunas de sus combinaciones de notas suenen accidentales en lugar de intencionadas. Pero hubo otro ingrediente clave que Pé-rotin añadió a la mezcla musical, uno que oía a su alrededor y que debe de haber resultado extremadamente atrevido en el contexto de su trabajo en Notre Dame.

París, en el siglo xii, se expandía rápidamente, igual que su univer-sidad, que comenzaba a ignorar sus raíces eclesiásticas y a abrazar un aprendizaje más secular. Esta era la época de los trovadores: poetas-cantantes-cantautores habilidosos, viajados, cuya fama se cimentaba sobre canciones de amor «refinado». Para ellos, París era la joya de cualquier gira de conciertos. En la cúspide de la locura trovadoresca, varios cientos de ellos ejercían su oficio, con trovadores procedentes de Occitania, la mitad meridional de Francia, entonces virtualmente un país separado con sus propias lengua y cultura, y trovadores de la mitad septentrional. Desencadenó un vívido intercambio de ideas y canciones entre países, pero también entre la música eclesiástica contemporánea y su equivalente secular. Además, se hacían cancio-nes populares a partir de pasajes de música sacra y tonadas populares se encontraban superpuestas en canto llano religioso ya existente, un intercambio tan apreciado que continuó durante los siguientes trescientos años.

El fenómeno de los trovadores se había inspirado en el ejemplo de los cantantes profesionales en las cortes de Al-Ándalus, en la Es-paña musulmana, que tenía su resplandeciente capital en Córdoba. A medida que los ejércitos cristianos de la reconquista se extendie-ron hacia el sur durante los siglos xi y xii, capturando provincia tras provincia del califato en declive, fueron expoliando las bibliotecas de las ciudades musulmanas y saqueando los palacios y las villas de los árabes, convirtiendo en botín los tesoros de su cultura. La conse-cuencia fue que los músicos europeos heredaron del mundo árabe al menos tres instrumentos que se convirtieron en esenciales para la música secular en los siguientes siglos: el al’Ud (literalmente ‘listón de madera’), de origen persa, que se transformó en el laúd, y de ahí la guitarra; el rebab, una forma primitiva del violín, y el qanun, una variante del psalterion de la antigua Grecia, que había dado lugar al salterio en toda Europa.

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Persia a través de la España musulmana, hace más de mil años. Inspiró instrumentos europeos posteriores como el laúd (abajo); la cítara (abajo a la izquierda), predecesor de la guitarra; y el violín (abajo a la derecha).

Este violín fue construido por la famosa familia Amati, de Cremona, en Italia, cuyos violines de mediados del siglo xvi son los ejemplos más antiguos del instrumento que se conservan.

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